Hay que decirlo

Hay que decirlo

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Desde 2014 a la fecha la encuesta CEP viene observando que la percepción que tienen los chilenos de la situación económica del país es más negativa que la percepción que tienen de su situación personal. La distancia se acentuó bajo Bachelet, amainó con la entrada de Piñera, pero este año volvió a agudizarse. Varias mediciones confirman que, aun cuando son pesimistas al juzgar la vida de los otros, son bastante optimistas al momento de evaluar la propia. Preguntados por la Encuesta Bicentenario cómo comparan su vida con la de sus padres, estiman que es significativamente mejor en cuanto a ingreso, trabajo, vivienda, tiempo libre y relaciones familiares, lo que concuerda con el hecho de que Chile viene escalando posiciones desde hace años en los índices de felicidad de la ONU.

¿Qué podría conducir a que los chilenos sean más críticos de la situación del país que de su situación personal? Mi hipótesis es que los criterios con que se evalúa la vida nacional son un producto de la atmósfera que domina el espacio público. Este es creado por las élites, las cuales están a su vez dominadas por un espíritu negativo y, no pocas veces, apocalíptico. Así, bombardeada sistemáticamente por el catastrofismo de los núcleos dirigentes, la población termina por contagiarse, al menos en lo que respecta a su visión del país, no así en la percepción que tienen de su vida íntima, la cual es evaluada con otro tipo de criterios.

En su discurso económico esos grupos se dividen en dos corrientes. Una enarbola la amenaza de la desigualdad, la cual habría que combatir a cualquier precio para no ser devorados por la anomia y la violencia. La otra iza el miedo a la escasez y los fantasmas asociados a ella (frustración, populismo, desgobierno), y da al crecimiento económico la primerísima prioridad.

En los últimos años la conducción del país ha oscilado entre estas dos apelaciones. Hoy día la hegemonía está anclada en quienes levantan el discurso del crecimiento. Sería el requisito para cumplir con una aspiración que se da por compartida: evitar la “trampa del ingreso medio” y alcanzar el desarrollo. Para esto hay que elevar la productividad, lo que para algunos pasa por cambios estructurales, mientras para otros bastaría con una mejor ecualización. La discusión gira entonces en torno a si el PIB sube o baja, y en cuántas décimas, sabiendo de antemano que los economistas de gobierno —del signo que sea— imputarán las alzas a méritos propios y las caídas a factores externos, lo cual se invertirá automáticamente cuando les toque pasar a la oposición.

Quizás me equivoco, pero creo que la ciudadanía observa esos discursos y debates con creciente escepticismo. La experiencia reciente le enseña que da lo mismo qué recetas se apliquen o quién gobierne: los índices de crecimiento no varían demasiado, sus oscilaciones no afectan dramáticamente la vida de cada uno, y la misma tampoco es tan mala. Es más, si creemos a las encuestas, es bastante mejor que lo que las élites creen que es.

Esto es especialmente cierto para las nuevas generaciones. Ellas jamás han experimentado las tasas de crecimiento que conocieron sus antepasados recientes. No creen posible dar el tipo de salto social ascendente que ellos dieron. No están por hipotecar el presente por un futuro que podría devenir una quimera. No tienen tampoco el miedo de los mayores a volver atrás, lo que los libera de su obsesión por la seguridad económica. Solo aspiran a micromovilidades que les abran oportunidades para una vida más rica, más compleja, más armónica.

En un país de clase media con más de veinte mil dólares per cápita, me temo que un discurso procrecimiento que siga apelando a las ilusiones y a los temores de hace diez o veinte años terminará hablando en el vacío. Suena duro, pero hay que decirlo.

 

Eugenio Tironi/El Mercurio

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