En los últimos días, y a raíz del debate sobre la glosa discriminatoria y el potencial envío de un proyecto de ley de educación superior, hemos sido testigos de dos características consistentes del Gobierno: la sobreideologización y la necesidad de ver conflictos en todos lados.
Así, sectores radicales del Gobierno prefieren seguir maltratando y discriminando a los estudiantes y que haya menos beneficiados, en vez de resolver el problema que el mismo Gobierno creó y que ha tenido en la incertidumbre a esas familias todo el año. Prefieren seguir en la discusión ideológica con la supuesta idea del beneficio político que les traería criticar sin piedad -y sin verdad- a quienes se oponen a sus ideas.
Yo, en cambio, quiero que volvamos a la lógica de la colaboración y el sentido común.
El principio que hemos sostenido es simple: no debe quedar ningún estudiante fuera de la educación superior por motivos económicos. Las formas de alcanzarlo son múltiples -siendo becas y créditos las más obvias-, pero siempre deben atender a la vulnerabilidad de los estudiantes y a la calidad de las instituciones.
Creo que el Estado debe apoyar a los estudiantes vulnerables, pero no a cualquier costo, financiando instituciones “chantas” o entregando recursos a quienes sí pueden pagar. En otras palabras, gratuidad a los más vulnerables sí, para los más ricos no, cuando esos mismos fondos pueden usarse de manera justa y progresiva en la educación inicial, básica, media y técnica, para así equiparar la cancha.
Es obvio que una manera de llegar a la gratuidad para estudiantes vulnerables es a través de becas que cubran el 100% del arancel real, es decir, que ningún alumno deba sacar plata de su bolsillo para pagar sus estudios. Pero el Gobierno se ha cegado frente a esa alternativa y parece estar secuestrado ideológicamente. Ha sido tironeado por los sectores ultra que, pese a que enarbolan la idea de la educación como derecho social, no han querido entender que el titular de ese derecho es el estudiante, no los fierros y ladrillos de un edificio.
Ahora bien, ¿puede el Estado poner reglas para las instituciones donde se haga válido este derecho? Por supuesto que sí, y por ello es que un buen marco regulatorio permite establecer condiciones objetivas de calidad, basado en un sistema de acreditación robusto y una superintendencia eficaz.
Desde la oposición, planteamos que para acceder a la gratuidad -cualquiera sea el mecanismo- se establezcan condiciones de alta calidad, como el tener al menos 4 años de acreditación, y no tener una sociedad con fines de lucro dentro de las controladoras.
Las condiciones que se establezcan en la ley, eso sí, deben ser iguales para todos. Aquí es donde la glosa del presupuesto se caía groseramente, porque mientras fijaba requisitos para un grupo de instituciones, no planteaba exigencia alguna a las instituciones del CRUCH. Es más, si a éstas se les aplicara la misma vara, no la habrían pasado. Entonces, ¿nos preocupa la calidad o no? ¿Existen criterios objetivos o no?
Como desde la oposición creemos que sí, nuestra exigencia es que, en el largo plazo, el sistema debe tener, para las instituciones, exigencias de calidad y marco regulatorio, permitiendo siempre la autonomía y diversidad de proyectos institucionales, en la docencia e investigación. Y para los estudiantes, que siempre puedan optar a ejercer su derecho mediante un sistema de gratuidad efectiva en instituciones que se acojan a dicho mecanismo, o asistiendo a otras con posibilidad de becas parciales y créditos contingentes al ingreso de tasa 0%.
Una gratuidad justa es una que atiende a los estudiantes vulnerables, se preocupa de la calidad, autonomía y diversidad institucional.


