Llevo 35 años dedicado fundamentalmente a estudiar las políticas públicas, la mitad de mi vida. A ellos se agregan otros diez en labores de gobierno. Por eso, y mis lectores habituales lo saben, tengo posiciones bien definidas en la mayoría de los temas que se discuten en ese ámbito.
Sin embargo, hay algunos, muy pocos, en los que me resulta difícil adoptar una posición categórica. Ello suele ocurrir especialmente cuando hay cuestiones valóricas involucradas: el derecho a la vida, la soberanía de la voluntad, la sinceridad y la hipocresía. La eutanasia es uno de esos temas, el aborto es otro.
Siempre la literatura entrega una guía para avanzar en una posición y tratándose de temáticas muy actuales, son autores contemporáneos quienes pueden darnos luces sobre ellas. Michel Houllebecq, el gran novelista francés, es uno de mis favoritos. Ya en una de sus novelas seminales, “Las partículas elementales” nos entrega una pista de su preocupación sobre los problemas éticos que plantean las edades extremas de la vida. Luego en “El mapa y el territorio” escrita en 2010 nos relata una historia en que la empresa suiza Dignitas ofrece por catálogo una “muerte dulce y pacífica” y su protagonista descubre que su padre, que ha desaparecido hace un mes, ha hecho un check-in en un establecimiento en Zúrich. No hay, sin embargo, registro del check-out.
Luego, durante la pandemia en Bélgica, Houllebecq publica su novela “Aniquilar” en la que se conmueve por ancianos encarcelados y agonías sin mirada, tanto que en una entrevista a Le Monde señala que hasta el final escribirá páginas indignadas contra la eutanasia.
Pero hay personas que son firmes defensoras de la eutanasia. Vlado Mirosevic ha declarado, frente a la decisión del gobierno de Boric de poner discusión inmediata al proyecto de ley sobre eutanasia que discute el Congreso, que oponerse es oponerse al derecho de una persona a morir con dignidad. Como se ve, el tema es discutible.
Pero no hay que olvidar que las leyes y políticas al cambiar los incentivos inducen comportamientos y lo que puede ser más relevante en este caso, legitiman conductas y pueden erigir al Estado como escudo moral que defiende a las personas de asumir las consecuencias éticas de sus decisiones.
Las experiencias de vida también aportan a esta discusión. La muerte de mis padres en su casa y la de un familiar, respectivamente, por voluntad propia y con consentimiento médico, rodeados de sus hijos y seres queridos fue para nosotros gratificante. Mi hijo, quien murió en la clínica por un agresivo cáncer, se acogió a un protocolo de cuidados paliativos establecido en la Ley 21.375 que contempla manejo de síntomas, información sobre el estado de salud; toma de decisiones acerca de los tratamientos que solicitaría y cuáles no y acompañamiento emocional. Fue una muerte serena que, sin perjuicio de la pena, nos enseñó tanto sobre la muerte como sobre la vida.
Aprobar en una semana (eso significa discusión inmediata) una ley de eutanasia sin profundizar en un mejoramiento de la ley de cuidados paliativos (que lo necesita para mejorar su aplicación en el sistema público) me parece un despropósito, que sólo puede obedecer a una maniobra electoral, si consideramos que en las encuestas la mayoría de las personas se manifiesta de acuerdo con la eutanasia.
Una de las cuestiones más delicadas en la eutanasia es quién toma verdaderamente la decisión cundo se trata de personas muy ancianas o enfermas, y las eventuales presiones que el enfermo puede recibir de familiares o cuidadores, incluso por motivos económicos. En el extremo, en lugar del derecho de una persona a morir con dignidad, como señala Mirosevic, una ley aprobada apresuradamente puede convertirse en un artefacto para invisibilizar un asesinato tranquilizando la conciencia. Si alguien cree que estoy exagerando, le recomiendo ver algunos de los programas de televisión como “La Jueza” que tratan sobre controversias familiares.
Houllebecq a todo esto, acusa al progresismo de promover en occidente una cultura de la muerte de ancianos y niños, por eutanasia y aborto, que predomina con hipocresía moral progresista por sobre una cultura de la vida. En el caso del aborto libre estoy de acuerdo: es inexplicable de otra manera que países religiosos, como Estados Unidos, con la consigna de que las mujeres son libres de disponer de su propio cuerpo, dispongan sin culpa de la otra vida involucrada en la decisión.
En el caso de la eutanasia tengo más dudas, porque al menos teóricamente, se trata de alguien que toma una decisión sobre su propia vida. Lo que me inquieta es si esa voluntad puede ser severamente manipulado por su entorno y si hay fórmulas para minimizar esa posibilidad.
No es un tema para discernir en una semana. (El Líbero)
Luis Larraín



