El furor de las redes-Loreto Cox

El furor de las redes-Loreto Cox

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Si alguna vez creímos que las redes sociales mejorarían la democracia, hoy cunde el pesimismo. En un artículo reciente en The Atlantic, Jonathan Haidt plantea que las democracias necesitan de tres fuerzas para funcionar sanamente —relaciones sociales sólidas, historias comunes e instituciones fuertes— y que las redes sociales han debilitado a las tres.

Han dañado las relaciones sociales, pues realzan la imagen personal sin profundizar la amistad y porque los algoritmos tienden a crear cámaras de eco, donde solo se oyen voces similares a la propia. Ello limita nuestra capacidad de empatizar con quienes piensan distinto (y, también, la de pensar). Las redes sociales atentan contra las historias comunes, porque cada cual recibe información personalizada según sus intereses. Y dañan las instituciones, porque reducen la confianza en ellas. Ello ocurre no solo porque hacen volar las noticias falsas (Facebook reveló que para la elección de Trump, unos 146 millones de usuarios habrían recibido información falsa desde Rusia), sino también porque los posts que gatillan emociones, y en particular enojo, son los que más se comparten. La dinámica es de denuncia constante e indignación crónica. La visión de Haidt tiene cierto fatalismo, pero no deja de ser alarmante.

En el mundo, la expansión de los celulares con internet redujo la aprobación de los gobiernos y los perjudicó electoralmente (Guriev et al., 2021). Asimismo, la expansión de Facebook causó protestas por doquier (Ferguson y Molina, 2021). Puede haber buenas razones para que estos gobiernos perdieran popularidad y estas protestas se propagaran; mal que mal, la corrupción y la injusticia abundan por todos lados. Es más, en las autocracias las redes sociales han mejorado el accountability, sobre todo donde los medios tradicionales eran restringidos (Zhuravskaya et al., 2020). Pero en democracia no es claro que los gobiernos de reemplazo puedan ser permanentemente mucho mejores a los ojos del público, y la desconfianza e indignación exacerbadas resultan en un desprestigio total, con lunas de miel cada vez más cortas. Peor aún, el mismo estudio de Guriev et al. encuentra que lo que pierden los gobiernos incumbentes lo ganan movimientos populistas.

Las redes sociales no son la única causa del mal momento de la política en el mundo —pensemos en la polarización rampante en EE.UU. y en la brutal caída del centro que vimos recién en Francia (dos males que también nos aquejan)—. Pero sus dinámicas parecen estar clamando por regulación. El desafío no es fácil, porque es una industria que cambia día a día, que tiene efectos globales, pero pocos domicilios y, más aún, porque también está en juego la libertad de expresión.

La Comunidad Europea acaba de acordar que, entre otras cosas, obligará a las redes sociales a combatir la información falsa y revelar sus algoritmos. Al otro lado del charco, la primera enmienda hace difícil pensar en leyes de este tipo y están por verse los planes que Elon Musk tenga para Twitter. Países chicos como nosotros probablemente seamos espectadores del juego de las grandes ligas. Por ahora, más bien pensemos en cómo darle a nuestra democracia reglas que nos protejan del furor de las redes sociales, con su polarización, desconfianza y arrebatos indignados. (El Mercurio)

Loreto Cox

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