Editorial NP: Un relato sobre la libertad

Editorial NP: Un relato sobre la libertad

Compartir

Suele olvidarse que la acción detonante de los luctuosos hechos del 18-O fue el aumento de la tarifa del tren metropolitano de Santiago en 30 pesos, hecho que, no obstante su aparente irrelevancia, prendió la mecha de una explosiva reacción ciudadana que “incendió la pradera” o, dicho en una metáfora menos flamígera, fue “la gota que rebalsó el vaso”, aunque los insurgentes se apresuraran a señalar que “No son 30 pesos, son 30 años”.

Es decir, aunque parezca políticamente incorrecto, tal como indica el slogan, el problema del país no era sustantivamente su Constitución Política -la carta tiene 40 años- pero, a pesar de sus más de 200 reformas y la firma del ex Presidente Lagos, parece que nunca consiguió ser “la casa de todos”.

Más bien se trató de un cierto malestar social subsumido, aunque in crescendo, derivado fundamentalmente de una situación económica que, a raíz de la crisis internacional y años de estancamiento, vivía -y aún vive- el 50% de la ciudadanía que afronta sus obligaciones mensuales con una media de ingresos individuales iguales o inferiores a los $420 mil (unos US$552) y cuyos niveles de endeudamiento estaban cercanos al 70% de esas entradas, producto de sus propios esfuerzos de crecimiento.

La situación resultante era aún más potencialmente explosiva si se considera que del otro 50%, un 30% recibió ingresos iguales o superiores al millón de pesos (unos US$ 1.320) mientras que el 20% restante ostenta niveles de vida propios de país desarrollado, lo que, contrariamente a épocas pretéritas, ya no se pueden esconder viajando a Europa a dilapidar fortunas: la revolución de la información y las comunicaciones de los 90’s transparentó todo -o casi todo- aquello que, en tiempos pasados, se podía matizar o esconder merced a la influencia y buenas redes de las elites en los principales medios de comunicación de masas.

“El pasto del vecino es siempre más verde” dice un viejo aforismo que refleja la inevitable tendencia a comparar y compararse, en suerte y desventuras, en un relato que, por lo demás, para Occidente tiene varios miles de años y que se arrastra desde la furia asesina de Caín para con su hermano Abel a raíz del favoritismo que Dios mostraba por las ofrendas del último. La filosa sabiduría popular es a la que hace referencia el tradicional dicho campesino que nos recuerda que “no hay que contar plata delante de los pobres”. Las consecuencias de contarla y las desigualdades que muestra, emergieron prístinas en ese “por qué no yo” del 18-O.

De allí que, ya desde muy antiguo, las dirigencias democráticas griegas y romanas recomendaran prudencia, sobriedad y templanza a los representantes del pueblo en la ciudad-Estado. No era una cuestión de mera pacatería o humildad simulada de quienes asumían la alta responsabilidad del liderazgo, sino una sabia conducta frente al potencial de irritación que el poder abusivo de unos sobre otros produce cuando esa desigualdad es evidente y grosera. Y es que, a 21 años del siglo XXI, la indignidad del irrespeto ya no se asume con la sumisión del inquilino ignaro o del esclavo sometido, cuando, merced a la democracia y Estado de Derecho, el poder está limitado en el uso de la fuerza de coacción efectiva.

De allí que, para ejercer autoridad y no potestas entre iguales – sentido anhelo por la paz de las democracias- es indispensable, al menos, esa sensación de justicia; y aquella, del igual trato de todos ante la ley. El mítico Rey Arturo lo entendió cuando reunió a los señores de la Inglaterra post romana en torno a una mesa redonda, horizontal, para así evitar la manifestación evidente de jerarquías odiosas e instalar el respeto a la dignidad del otro igual, aunque transformado en súbdito por voluntad propia y ansias conjuntas de paz, armonía y desarrollo.

Buscando esa armonía y desarrollo, en democracia y en paz, el candidato presidencial de Chile Podemos Más, Sebastián Sichel, ha dicho que su eventual Gobierno no será “ni de continuidad, ni de alternancia”, pues “Chile ha iniciado un nuevo ciclo” que, espera, terminará por superar los clivajes de la Guerra Fría del siglo XX y que se abrirá a las nuevas experiencias y apuestas que emergerán de la sociedad del conocimiento en desarrollo. De allí que estime que la de noviembre “no es una elección entre la izquierda y la derecha, entre el Sí y el No, entre los partidos y el centro”. Tampoco una lucha de compartimientos estancos de una sociedad civil dividida entre los “pro mercado neoliberales” o los “pro Estado marxistas-leninistas”, sino un desafío conjunto de la sociedad civil, súbditos y autoridades, practicando un mercado libre, innovador y creativo bajo el amparo solidario de un Estado protector de derechos y libertades, para así dar el próximo y definitivo paso al desarrollo de la nueva era.

Es esta una tarea compleja, aunque definida desde lo pragmático, en la que, en vez de posturas ideológicas que ven al mercado o al Estado como metas, provocando así desunión y conflicto, la sociedad civil, como conjunto, las asume en este nuevo ciclo como medios para conseguir objetivos personales y nacionales, porque ya resulta evidente que, más allá de la polémica por cuestiones electorales, los US$ 25 mil per cápita conseguidos por el país hasta ahora, cualquiera sea su distribución, solo permiten una vida digna a la mitad de la población, razón por la que es menester seguir creciendo para lograr integrar al otro 50% a los beneficios del progreso.

En este propósito, el sector privado ha alcanzado logros relevantes en materia de productividad y producción, más allá de las malas prácticas de algunos. Chile presenta una economía competitiva a nivel mundial en más de medio centenar de productos y los “unicornios” emergentes de emprendedores digitales sub 50 auguran nuevos espacios de creación de riqueza y bienestar, al tiempo que un crecimiento más acelerado que permita generar los recursos necesarios para dar esas mejores oportunidades al 50% que aún está en camino.

Pero siendo el desarrollo una labor inevitablemente conjunta, se requiere, además, aumentar la eficiencia y productividad del propio Estado, el cual, no obstante los avances de los últimos años, se encuentra aún en un nivel de gestión y servicios que, en diversas materias y áreas, deja mucho que desear. Un Estado al servicio de la gente, que con cierta seguridad asumirá mayores responsabilidades sociales en los próximos años producto del nuevo contrato social, es un hecho que le exigirá eficiencia, eficacia y más recursos que deben salir del aporte de los ya cargados contribuyentes -ojalá más ricos, para no distribuir pobreza-, pues, como hemos visto, el actual per cápita no solventa siquiera lo que ya se ha intentado redistribuir. Y la solución simple de más impuestos, no es, por cierto, solución, porque se redistribuye lo insuficientemente alcanzado, aumentando el peso tributario sobre los hombros ciudadanos. Es decir, los desafíos del siglo XXI obligan a crecer, un objetivo que solo es posible con más inversión, confianza y trabajos más productivos derivados de la mayor educación y especialización de los productores.

Pero siendo esta ya una tarea titánica, el desarrollo requiere, además, de un tipo de servidor público que, como señalara la Secretaria Relatora del Tribunal Calificador de Elecciones, Carmen Gloria Valladares, exige de esfuerzo y austeridad que ella misma ha descrito para su caso como “trabajar 35 años, desde las 8 de la mañana, a las 9 de la noche, sábado y domingo; entregarse al país y por el país; a la responsabilidad, al estudio profundo de los asuntos, al respeto por el otro, a la solución de los problemas y a la renuncia de muchas cosas que uno puede suponer que tiene derecho privilegiado; en fin, al interés superior del país por sobre la vida personal”. Es decir, una verdadera “carga” pública, cuyo prisma, sin embargo, parece tan lejano en conductas conocidas de tradicionales y nuevos servidores del Estado.

El candidato presidencial de Apruebo Dignidad, Gabriel Boric, ha dicho que “como generación emergimos sin permiso. Nos ganamos el derecho”, una suerte de inocente altanería juvenil que nos recuerda no solo la impulsividad de la juventud, sino que, por primera vez, Chile cuenta entre sus presidenciables más competitivos a dos ciudadanos que no superan los 45 años. Es un lugar común valorar la energía y fuerza de los jóvenes. Pero ser joven, como indicara Juan Luis Ossa, no es garantía de nada. Más bien preocupa que entre las múltiples y atolondradas pulsiones de aquellos, unida a cierta ignorancia natural por inexperiencia, se enarbolen impúdicas propuestas de refundación y búsqueda identitaria que incluyen el retroceso a una sociedad monárquica; o reglamentos de gestión de instituciones relevantes fundados en moralinas monacales cuyas consecuencias prácticas para la armonía y el desenvolvimiento en libertad y democracia son altamente perniciosas.

Tal vez, dirán los más sabios, todo esto sea necesario. Los traumas sicológicos suelen ir acompañados de violentos retrocesos que involucran revivir temores y ansiedades pretéritas, pero que, por anidar en lo profundo del ser, no han sido revisitadas y operan en la conducta sin la debida consciencia de su impacto. Y es que solo reconociendo esos miedos insondables y encarándolos es posible dimensionarlos y avanzar hacia la verdadera sanación y madurez. Reencauzar esas energías reprimidas, acumuladas y muchas veces reafirmadas en esos desprecios reales o imaginarios que día a día hurgan en las viejas heridas del sufriente, permite integrarlas a la historia personal con una reinterpretación ajustada a los hechos, a la luz de los nuevos antecedentes y consecuencias para la felicidad del paciente.

Así, más que la lucha generacional de Boric y contra los criticados 30 años de democracia “burguesa”, desvalorar el saber acumulado por la experiencia de los mayores no sea sino un grueso error. Y aunque la revisión crítica de lo realizado en las últimas décadas, reconociendo lo bueno y ajustando sus insuficiencias, sea siempre deseable, la tarea de los próximos años es, más bien, superar las barreras que, como traumas indescifrables, ideologizan el papel del mercado o del Estado, reviven viejos temores o esperanzas y preanuncian nuevas utopías irrealizables, reviviendo sueños y/o pesadillas refundacionales como las experimentadas por los más viejos en los 70’s.

En las democracias liberales, sus entornos de libertad posibilitan a sus ciudadanos hacer todo aquello que no está prohibido por la ley y a sus servidores públicos, solo aquello que la ley les permite. En ellas, cada quien, súbdito y/o autoridad, tiene el derecho a construir sus propios sueños, respetando el espacio del de los demás; de cuidar de los suyos, crear y progresar sin la interferencia de poderes que confinan y confiscan sus proyectos. Por eso, la propiedad y la cuestión económica, por tanto, del crecimiento, que aseguran dignidad y libertad, marcan buena parte de las expectativas de la gente, más allá de los genéricos proyectos de principios y valores sociales compartidos.

Asistir esos sueños ciudadanos mediante un Estado eficiente y eficaz, con servidores públicos probos y austeros al servicio de aquellos y no como sus suplantadores en aras de conceptualizaciones que cada cual entiende como quiere, está en el sentido común de la mayoría de las personas, sin exclusión de mirada política. Son millones más quienes, para realizar sus vidas, solo piden libertades personales y prudencia de las autoridades respecto de las obligaciones que la vida en comunidad y el Estado impone. Muchos menos quienes, a estas alturas del desarrollo, esperan que líderes iluminados les indiquen el camino a seguir, aunque transfiriéndole gran parte de los deseos y voluntad propias.

Un relato tributario de la libertad, que no se contrapone con las legítimas ansias de justicia e igualdad comunes a la especie si se combinan adecuadamente, no es otra cosa que acordar y suscribir un contrato social que permita seguir construyendo un país para el nuevo ciclo y siglo, uno que, superando viejos paradigmas, facilite a cada cual -y en especial a los más jóvenes- desatar su creatividad y empeño en la búsqueda de su propia felicidad, conviviendo con dignidad y tolerancia en una democracia abierta y plural y bajo el amparo de un Estado de Derecho republicano cuyos fundamentos institucionales favorezcan y no entorpezcan esos propósitos, evitando así trasformar los 30 años de esfuerzo de las anteriores generaciones, en un país de 30 pesos. (NP)

 

 

Dejar una respuesta