Editorial NP: “Tiempos difíciles”

Editorial NP: “Tiempos difíciles”

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Contrariamente a lo que ocurre con los liderazgos en los denominados “grupos chicos” como la familia nuclear o ampliada, sociedades amicales o vocacionales, probablemente no exista en la historia del desarrollo político, sociedades de grupos “grandes” -clanes, tribus, naciones, comarcas, reinos, repúblicas o imperios- cuyos liderazgos dominantes no hayan sido desafiados por diversas oposiciones a sus proyectos e ideas, tanto aquellas que emergen en la propia vereda de convicciones o intereses, como las que se plantan en confrontación a las directrices de los conductores, buscando impulsar al grupo en distinta dirección.

La historia social y política muestra un tipo de desarrollo que, devenido de los diferentes modos en que las personas se han ido asociando para recolectar, cazar, producir y/o crear bienes y servicios destinados a la sobrevivencia y procreación, observa una constante tensión entre la libertad y la homogenización, la dispersión y concentración, entre la autarquía y la expansión, fenómenos que, con avances y retrocesos, se presenta muy nítidamente en la evolución de las formas de gobierno denominados “democráticas”.

Así, de todos los experimentos políticos que han enfrentado a estas presiones, -aristocracias, autocracias, plutocracias o democracias-, esta última, desde su primigenia forma griega atingente a la ciudad (polis) y un pequeño grupo de ciudadanos, hasta los presentes modelos que extienden soberanía y participación a millones de ciudadanos, dada la consiguiente ampliación de colisiones de intereses y deseos, aquella debiera ubicarse no solo entre los sistemas más complejos de la historia, sino, en su gestión, como las más desafiantes para sus atribulados dirigentes.

La clave de esta complejidad, que aterra a quienes rechazan la novedad, el cambio y el conflicto que el progreso incita, es que, a diferencia de los gobiernos en los que la soberanía y decisiones se concentran en pocos detentores de los poderes de coacción, recompensa, experticia y/o autoridad, en democracia -particularmente en las modernas liberales y abiertas – los mecanismos del poder se han ido diseminando cada vez más y entre una cada vez mayor cantidad de agentes e instituciones nacidas de esa dialéctica presión por equilibrar los impulsos entre libertad y homogenización, mayor autonomía personal y concentración del poder decisional, entre autarquía y apertura en diversos planos y niveles.

En Chile, las más recientes tensiones entre libertad y homogenización, apertura y autarquía, dispersión y concentración, se jugaron nítidamente en la década de los 70-80 del siglo pasado, lapso en el que se instaló un modelo de desarrollo político económico que -compartido o no- terminó por jugar un rol fundamental en su crecimiento y actual posición en el escenario global.

Es comprensible, entonces, que hoy enfrente una crisis político-institucional que, a su turno, ha estado generando problemas en la economía, síntoma evidente de que, tras la ampliación y profundización de su democracia, así como del desarrollo de sus fuerzas de producción en las últimas décadas, viva ahora el enervamiento propio del cambio en la correlación de fuerzas políticas, poderes y proyectos estratégicos que condujeron tal proceso, pero cuyas presentes tensiones parecen mostrar la necesidad de nuevos acuerdos y consensos, tanto en el ámbito político como en el económico.

El Presidente de la República, en su reciente Cuenta Pública, ha hecho un llamado a la ciudadanía en general y a la clase política y elite pública y empresarial en particular, a enfrentar los problemas de la coyuntura en sus orígenes, buscando un nuevo Acuerdo Nacional y Transversal que permita la convergencia interpretativa de normas y modos de hacer las cosas que, a su turno, hagan posible que las modernas formas de producir bienes y servicios, el conocimiento y las tecnologías, se integren y mejoren la calidad y productividad del aparato económico y político estatal y permita dar un salto en una línea de desarrollo y crecimiento que hoy parece estar topando techo.

Es evidente que, en una democracia abierta, extendida y profundizada como la chilena, una nueva convergencia como la que llevó al éxito al país en décadas anteriores, presente dificultades e implique un serio desafío para quienes tienen la responsabilidad de gestionar dichos acuerdos. Las mayores libertades de las que gozan los chilenos han abierto diversas, múltiples e informadas formas de ver el mundo, así como sueños de futuro y estrategias que no solo colisionan en sus métodos, sino también hasta en sus propósitos.

Así y todo, el país cuenta hoy con una ciudadanía más culta y con más recursos que hace 50 años y, por lo pronto, el período de sustantivos cambios socioculturales que el país ha vivido ha hecho posible la victoria de una centroderecha que ya ha ocupado dos veces el puesto de conducción ejecutiva de la nación, proponiendo un modo de vida que es mayoritariamente valorado por grandes mayorías de diversa extracción social, económica, cultural y política.

Tales resultados electorales son, por lo demás, indiciarios de una profunda adhesión popular por la libertad, mayor autonomía, apertura al mundo, a las innovaciones y la creación universal, así como hacia un modelo de democracia cada vez más extendida y profunda que permite a cada quien jugar sus cartas para conseguir los propios sueños con la sola restricción de hacerlo dentro de las normas que define el contrato social en el que se han movido, crecido y desarrollado en las últimas décadas.

En ese contexto, la ciudadanía expresa su voluntad periódicamente a través de su voto y en múltiples iniciativas libres, no gubernamentales, asociativas y de colaboración diaria que aportan en sus respectivos espacios con su grano de arena al desarrollo y mejor calidad de vida de todos. La política, por su parte, entendida como el arte de gobernar, implica para quienes tienen rol protagónico, relación inexcusable con el Estado como la institución desde la cual el acuerdo social es monitoreado, supervigilado y ajustado según avanza el progreso civilizatorio, de manera que la ciudadanía sujeta a su protección y/o control, pueda desarrollar con fluidez, orden y tranquilidad sus propias estrategias en la natural búsqueda de satisfacer sus necesidades, intereses y sueños.

En el marco de las libertades y tensiones descritas hay, desde luego, sectores de la sociedad cuya visión del mundo otorga al Estado y su burocracia un rol predominante en la persecución de sus propósitos, aunque, en muchos casos, expropiando a la iniciativa personal el logro de proyectos de vida más plena. También hay otros que apuntan a la mayor autonomía personal posible, incluso si tales decisiones atentan contra principios básicos de la existencia humana, como el aborto o la eutanasia.

Chile no escapa a estas precondiciones para un mejor, más virtuoso y efectivo diálogo político y ciudadano. Pero la enorme diversidad de posiciones políticas y filosóficas que la ampliación de libertades y derechos han permitido en estas últimas décadas, augura una discusión compleja, difícil y enervada, porque cuando las personas alcanzan cierto grado de cultura, recursos y derechos, la lucha ideológico política y el reconocimiento de los propios intereses en contraposición con los de otros, hace de los momentos de negociación unos en que el conflicto recrudece, y pueden llegar a amenazar con romper el conjunto o parte relevante del contrato social anterior. La evolución de los acontecimientos dependerá, pues, especialmente de lo que nuestras elites de diversa extracción y proveniencia hagan para que el ajuste sea más o menos consensuado y civilizado.

Que el Presidente haya decidido abordar los ajustes y cambios que requiere el aparato institucional para adecuarlo a los nuevos tiempos, junto a medidas de carácter macro y microeconómico necesarias para darle un nuevo impulso a la actividad amenazada desde afuera y dentro del territorio nacional, podría verse como una decisión aventurada y audaz, que hace aun más delicada la negociación entre las elites en conflicto. Pero se trata de dos áreas que están íntimamente relacionadas y que exigen un accionar en paralelo, aun cuando aquello dificulte el armonizar y consensuar, dados los diferentes tiempos que unas y otras tareas exigen.

Se trata, pues, de un desafío arduo, aunque prometedor, de cuyo éxito, empero, depende más, salir luego del actual atolladero, que la estabilidad democrática -asegurada por una ciudadanía mayoritariamente ocupada de sus asuntos y poderes fácticos afianzados-, o incluso la proyección político-partidista del actual Gobierno, facilitada por una oposición sin rumbo, unidad, ni liderazgos claros, así como por la extendida convicción de que el país requiere ajustes y modernizaciones, pero no cambios extremos, ni revoluciones. A pesar de la abundante afloración de malas prácticas y corruptelas transparentadas en los últimos años en diversas instituciones y corporaciones públicas y privadas, la estabilidad política del país no está en juego, precisamente porque la estructura expuesta ha tenido la fortaleza para soportar esta limpieza a fondo.

Así y todo, en tiempos difíciles, como en tantos otros momentos de la existencia, el camino a seguir no estará en extremos estatistas o libertarios para poner al país de nuevo en marcha y retomar el progreso observado en décadas anteriores, sino en el justo medio que el Estado de Derecho ofrece y en el cual el bien común fuerza éticamente a ciertas limitaciones de la autonomía, autoimponiéndonos, conscientemente, leyes y normas que democrática y mayoritariamente aprobadas dispongan obligaciones que aseguran el bien del conjunto, aunque sin llegar a expropiar la voluntad y libertad personal que los ciudadanos chilenos del siglo XXI valoran y exigen y, por lo cual, no obstante los actuales conflictos y desacuerdos, el éxito de la democracia liberal debería continuar asegurado. (NP)

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