Editorial NP: Sentido común y discusión constituyente

Editorial NP: Sentido común y discusión constituyente

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Diversos candidatos a la Convención, así como dirigentes políticos y sociales han alertado sobre el hecho que la carrera presidencial, obviamente centrada en los aspirantes, ha tendido a opacar el proceso constituyente, al tiempo que se critica que la polémica medial no esté apuntada a lo que importa, es decir, presentar las ideas que encarnan, sino hacia el mero anecdotario de los competidores, como si su autodeclarada postura de “derecha”, “centro”, “izquierda” o “independiente” revelara las propuestas que tienen, sin considerar los enormes cambios culturales que ha sufrido el mundo y Chile en los últimos 40 años.

En efecto, el sentido común -que es, cuando se alcanza la madurez, reflejo de los porfiados hechos en el pensamiento- informa sobre cierta exigencia mayoritaria para articular acuerdos sociales y estructuras de poder que aseguren a la ciudadanía una existencia que les permita experimentar sus vidas y altibajos en un marco en el que la convivencia no sea factor que intimide a raíz de la ausencia tutelar de un Estado que, al menos, haga cumplir la ley. Los desafíos de estar en el mundo y un entorno ofrecido para su transformación, uso y cuidado, dice, parecen más que suficientes para añadirles violencia delictual impune, injusticias y odiosidad en el trato entre quienes cohabitan un mismo suelo.

Pero las naturales pasiones que emergen de la competencia para conseguir lo propio en todos sus ámbitos pueden distorsionar esa lógica de buen vivir -que suele ser más simple que cualquier doctrina- poniendo en peligro, precisamente, el contrato que se busca instalar para asegurar los preciados bienes de libertad, equidad, solidaridad y justicia, sin más interferencias del Estado que las que surgen de tal acuerdo; una dislocación de la racionalidad que estimula la conformación de grupos con objetivos de imposición para, supuestamente, alejar esos peligros sobre la vida buena.

Viabilizar un contrato social que enmarque la vocación, intereses, deseos y voluntades de la gran diversidad que se expresa en los millones que cohabitan en una democracia plena como la chilena es, sin embargo, difícilmente compatible con conductas que sancionan la inevitable negociación o acuerdo democrático, como traición o transacción, hiperbolizando los deseos propios como un non plus ultra que convendría a todos y transformando la política de lo posible para tamaña diversidad, en una de lo “necesario”. Un término que, desde luego, tiene la significación que quiera darle el que construye la prelación de tales necesidades, como, por lo demás, ya lo han experimentado diversos pueblos en los que líderes o vanguardias iluminadas han tomado el poder del Estado y la legislatura, restando libertades en función de sus propias jerarquizaciones de lo necesario y la consiguiente justicia discrecional.

Buena voluntad y miedo, empatía y compasión son motores que dinamizan las discusiones trabadas entre quienes buscan, de un modo u otro, dar a cada quien lo que corresponde, según su esfuerzo y capacidad, algo que otorga fundamento a la meritocracia, la justicia y dignidad. Pero es evidente que más allá de estas emociones activadoras, la negociación política entre iguales exige un mínimo uso de la razón, del logos, de aquellas palabras que expresan realidades tangibles y comprobables y cuya evidencia se hace ver por sí misma más temprano que tarde, por sobre los buenos deseos.

Un contrato social tiene por propósito que quienes quedan bajo su amparo puedan experimentar la vida en libertad, con sus naturales altos y bajos; ser tratados con dignidad y justicia, posibilitando que cada cual intente por sí mismo tener más momentos buenos que malos y acercándose lo más posible al logro de sus expectativas; más tiempos de satisfacción y goce al alcanzar lo esperado y promoviendo la mayor armonía posible en las relaciones ciudadanas.

Un acuerdo tal debe, pues, facilitar y no estorbar el esfuerzo propio que permite a las personas dar a los que ama una vida mejor, progresando en paz y tranquilidad, bajo la protección de un contrato ampliamente legitimado y autoridades periódicas y funcionarios estatales virtuosos que respetan el convenio suscrito, dedicándose a servir, no a ser servidos, de modo que la mayoría reciba el fruto de lo que le corresponde y sin que el abuso de los más fuertes se lo quite con poder vicario o propio.

Pero la libertad produce desigualdades, porque desiguales son las capacidades y talentos de cada quien. Luego, el contrato social debe cautelar que la libertad sobreviva a los desequilibrios surgidos de esa desigualdad, producto de una búsqueda malentendida de valores eventualmente afectados por ella como la equidad y la dignidad. En el esfuerzo por hacerlos coexistir, el acuerdo debe cuidar que el arbitraje estatal en esa materia no desestimule la acendrada pulsión de los espíritus humanos por transformar y producir bienes y servicios que satisfagan necesidades diversas y recibir por ello el justo resultado de su ingenio y esfuerzo, sin ser expoliado hasta el desánimo por un Estado sobredimensionado y sobrecargado de exigencias incumplibles, haciendo, au contraire, todo lo necesario para materializar lo que es posible.

La igualdad y la libertad son componentes de la dignidad, una que no consiente ni humillación ni avasallamiento -gran victoria de la democracia liberal-. Es la razón por la que el verdaderamente digno se obliga autónomamente a cumplir con los deberes que le asigna el contrato, aunque no le guste en determinadas circunstancias. Los primeros comprometidos en tal dignidad son quienes han sido y/o serán electos para los cargos públicos que asumirán en la agonía del antiguo Estado, o en el Estado que emerja de la constituyente, pues son patrones de conducta. Los convencionales, por su parte, disponerse a escuchar al otro y converger en soluciones sensatas cuando el sentido común anclado en los valores citados se impone por la fuerza de su evidencia.

El sentido común, expresado en encuestas y sondeos, se ha mostrado decepcionado de las elites actuales, maladie du siecle que evoca esa prehistórica horizontalidad de la banda huérfana de hermanos cazadores que ha escapado de la tuición del padre normativo. Un sentimiento que subyace y explica el actual proceso constitucional, en el que, por lo demás, se diputarán los principios fundantes de una nueva convivencia democrática, pero también las estructuras y equilibrios de poderes que darán o no viabilidad y sustentabilidad a aquella. De allí lo inevitable de ciertos ejes de discusión y de límites a priori (no “hojas en blanco”) ante el peligroso derecho coercitivo del Estado a sustituir la voluntad ciudadana en cada vez más planos de la vida en común, so pretexto de su función social y/o económica: el Estado está al servicio de la persona humana, que es la entidad originaria; no al revés.

Así, la polémica -si es que es en función del bienestar ciudadano y no del poder propio- se instalará en cómo incidirá el nuevo contrato en la libertad de hacer y decidir sobre la propia vida de esos millones de ciudadanos que diariamente transan e intercambian afectos, bienes y servicios sin la interferencia innecesaria del Estado. O cuánto afectarán las inevitables limitaciones a la libertad que impone el acuerdo en función de la armonía y disminución de desigualdades que agreden la dignidad. Es decir, los convencionales deberán encontrar ese complejo punto intermedio que evite que la demasía de libertad mute en abuso, libertinaje y trastoque la paz social, o que el exceso de igualdad termine por desestimular trabajo, ahorro, innovación y progreso.

El sentido común decepcionado, aunque paradojalmente conformado por generaciones que se definen cada vez “más libres e iguales”, no espera, pues, una discusión sobre ideas en que las complejidades de lo técnico jurídico-constitucional y la coherencia con el resto del corpus legal vigente y por reformar, las transforme en obscuros temas de especialistas. Llama a buscar respuestas claras que aseguren esa vida buena arraigada en sus esperanzas, con reglas sensatas, moderadas y que, transformadas en compromiso -aunque no complazca el total de las expectativas- posibilite a la amplia diversidad actual desarrollar sus vocaciones, intereses, voluntades y proyectos propios en la más amplia libertad posible.

El nuevo contrato social reordenará el peso de los poderes públicos. De eso trata un cambio constitucional. Pero su geometría y efectos dependerá de que sus actuales y nuevas dirigencias tengan la virtud, consistencia moral y disciplina ética para enfrentar y superar las tentaciones que el poder, en todas sus formas, conlleva, transformándose en servidores de sus conciudadanos y no a los ciudadanos en sus servidores. El Estado no es un botín.

Una geometría ajustada a un Chile que inició hace décadas el camino de su modernización -aunque criticado hasta el hartazgo por el choque entre el ritmo de la realidad y las expectativas crecientes, no obstante sus logros democráticos y económicos elogiados internacionalmente- en la que el Estado proteja y colabore en la brega de cada uno por conseguir las metas propuestas para sí y los suyos, buscando sus objetivos sin desesperos. Teniendo la certeza que un Estado de tamaño justo, de razonable peso para los contribuyentes, musculoso y sin grasas, que cumple y hace cumplir las leyes, eficiente y eficazmente, será su coadjutor y no su amo, y que, en los eventuales tropiezos de cada cual, será un ecuánime canal de co-solidaridad entre los ciudadanos para ayudarlos a levantarse y reanudar la marcha. (NP)

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