Editorial NP: Poder democrático, poder compartido

Editorial NP: Poder democrático, poder compartido

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Para entender la forma en la que se produce la ideación, imposición y acatamiento de las normas que armonizan las relaciones humanas en los grandes grupos modernos se requiere observar atentamente la configuración de poder -en sus distintas dimensiones- que presentan las elites en su proceso de puesta en marcha de aquel conjunto de reglas, y como éstas responden, con eficacia o no, a sus voluntades, intereses, principios, visión y misión auto asignadas. Los relatos políticos no son, sino, un espejo de lo que tales poderes estiman lo mejor para el conjunto social; y los poderes mismos (y contrapoderes), inevitables en toda organización humana.

Así, descartando el más crudo poder de coacción (la fuerza) -que, por lo demás, la especie ha utilizado a lo largo de siglos para definir diferencias aparentemente irresolubles por la razón, conocimiento y convencimiento- el moderno poder “ilustrado” y democrático se manifiesta en la capacidad de sus elites protagonistas para recompensar al súbdito (poder del dinero); su experticia (ciencia y técnica utilizadas); su autoridad (confianza, fe, carisma, religiosidad, afectos retribuidos) y legitimidad (la transferencia de voluntad y decisión del elector a aquellos representantes).

Si se acepta la descripción de estos diversos ángulos del Poder como concepto general incidente en la política, la crisis institucional que vive el país -y otros varios en el mundo- responde a un período de la historia en el que ciertas organizaciones y grupos de la configuración social vigente están perdiendo parte o todo su poder, mientras otros lo están construyendo y comienzan a buscar imponer orgánicas e ideas de un nuevo establishment.

Por de pronto, las colectividades políticas de izquierda y derecha tradicionales y sus estructuras de mando -ya por años definidas por la ley de hierro de la oligarquización (R. Michels)- están siendo amenazadas por nuevos partidos, con ordenaciones más flexibles, horizontales y amplias, pero aún sin suficiente poder de recompensa, de experticia, legítimo o de autoridad para asumir la conducción del proceso. Tal hecho lleva el escenario hacia ese punto intermedio de transición inestable que enerva las, hasta hace un tiempo, cómodas posiciones de los anteriores liderazgos, haciendo detonar las guerrillas de acusaciones y condenas a las que la política, en Chile y otros países, está siendo arrastrada.

Centro derecha y centro izquierda buscan, mediante acuerdos y reformas más o menos profundas, resistir el embate de sus vecinos a su derecha e izquierda respectivamente para restaurar una institucionalidad que fue siendo reformada por decenios para culminar en una que posibilitó el actual estado de cosas; o para la instalación de una nueva fuerza conductora dominante que, desde una “hoja en blanco”, imponga un modo distinto de vivir y relacionarse en la habitualidad al que sectores más moderados de la ciudadanía están acostumbrados.

Instituciones centrales de la democracia liberal permeadas por la polémica partidista se transforman en escenario de bregas en su interior y entre ellas, lo que, en una sociedad  libre, abierta y tolerante no debería sorprender, pero que hoy -en colisión y equilibrio de poderes- se expresa en un debate con argumentaciones que reinterpretan la juridicidad vigente y ajustan hermenéuticas ontológicas y éticas, bordeando en la subversión de toda norma precedente, de manera de, supuestamente, adecuarse a las demandas y a un flujo ciudadano que, afirman los contendientes, o desearía masivamente la tranquilidad y orden anterior que se esfuma, o que ansía la instauración de un modelo de sociedad distinto, más justo, inclusivo e igualitario para todos.

En su clímax, el conjunto de colectividades democráticas amenazadas por el caos callejero -que sería otra demostración del desajuste social denunciado- ha acordado un cambio del contrato social que rige las relaciones ciudadanas con el poder del Estado, aunque bajo las normas de la actual carta mientras la nueva constitución no dé a la luz, hecho que demuestra, otra vez, el inestable equilibrio del poderes. La tarea ha sido entregada vía plebiscito a una convención que deberá trabajar un año para concebirla, mientras el actual Congreso sigue legislando -un poco a ciegas- las normas que den respuesta eficiente a las demandas más urgentes de la ciudadanía, en busca de soluciones prácticas en materias como la previsión, educación y salud para sus familias, en medio de una feroz pandemia que ha arruinado las vidas y economías de todo el orbe.

El poder militar policial o de coacción severamente limitado por razones históricas y jurídicas, así como por los compromisos legales internacionales con los DD.HH., es un actor visible, pero de poco efecto “civilizador” (como ultima ratio), mientras el poder empresarial o de recompensa, castigado como ha sido por promiscuos vínculos con partidos políticos (poder legítimo en descomposición) para acceder a la representación de sus intereses en el parlamento, se ha alejado de aquellos y organiza sus propias fuerzas, incluso en la conformación de listas para convencionales y en su trato comunicacional directo con la ciudadanía a través de redes, evitando la intermediación partidista.

Finalmente, el poder de autoridad carismática, de afectos y confianzas, depredado en el área religiosa por similares escándalos de algunos sus partícipes, gana adeptos en la peligrosa zona de los salvadores laicos, redentores del orden o de la igualdad, los que, aparentemente independientes de la corrupción de la estructura de dominación previa, emergen desde obscuros lugares para traer la buena nueva a la irritada y abatida ciudadanía desilusionada, aunque arriesgando costos posteriores que pueden ser inimaginables.

En este interregno, en el que el poder vigente no logra reimponer las conductas tradicionalmente exigidas para armonizar el comportamiento general; y en el que el poder emergente no cuenta con la capacidad para imponer su voluntad e intereses distintos, sigue pendiente la decisión de un pueblo dividido entre quienes aplauden a los primeros, quienes apoyan a los segundos y quienes se ubican como simples observadores apáticos y alejados. Razón por la que, al mismo tiempo, los instrumentos democráticos mediante los cuales se pueden dirimir tales conflictos son utilizados apenas por la mitad de los habilitados y, en otros casos, hasta por menos del 3% de los que pueden participar.

Así, los grupos en pugna por el Poder terminan actuando basados en una ilusoria generalización de esa minoritaria participación democrática para sustentar su lucha argumental, mientras el grueso de la gente continúa en su diario esfuerzo por vivir mejor, sin intervenir activamente en los grandes dilemas que suscitan las lógicas de sistemas divergentes, unos que, por lo demás, se entrecruzan cada vez más arbitrariamente en las polémicas parlamentarias. Mientras neoliberales piden más esfuerzos al Estado, neosocialistas bregan por posibilitar a sus propietarios el uso del desahorro previsional sin pagar impuestos.

Gana así legitimidad ese mayoritario abstinente, el descreído, aquel que afirma que el Estado nunca ha sido su soporte y que, por el contrario, es un socio “llanero solitario” que solo se beneficia de sus impuestos, pero que poco o nada devuelve, ni siquiera lo básico: orden y seguridad.

Se instala la idea de un Estado inerme, incapaz, no obstante redistribuir miles de millones en la emergencia y presupuestos anuales; pierde vigencia la gran política, aquella de los sueños sociales de un país más libre, próspero y justo por la gracia de todos quienes individualmente trabajan en los suyos para el bienestar y felicidad de sus familias. Pierde interés la política con mayúscula, castrada de su poder de recompensa y de autoridad; desechada la experticia por “despiadada” y perdida la legitimidad y capacidad legítima de coacción.

Queda, como único factor decisivo, el crudo poder de coerción impuesto por la delincuencia y revoltosos de fin de semana, que no soluciona nada, pero que frustra y liquida el esfuerzo de miles de emprendedores que luchan honestamente por sus metas, obligando a la ciudadanía a refugiarse en su espacio privado y a avanzar en la autotutela y aplicación de justicia por las propias manos, como ya se comienza a ver en ciudades y campos.

De allí, pues, la urgente necesidad de recuperar la buena política, de volver a cultivar los acuerdos entre los partidos políticos democráticos de izquierda y derecha. El impasse e inamovilidad del actual equilibrio inestable de fuerzas tiene tiempos y plazos; y exige decisiones complejas como atreverse a cortar nudos gordianos que sostienen artificialmente vínculos de poder electoral con sectores que repudian la “democracia burguesa” o “neoliberal”. La porfiada mantención de una gestión conjunta ex post a la inevitable ruptura del atasco, podría tener severas consecuencias no solo para los grupos democráticos utilizados por los sectores maximalistas y anti sistémicos, sino para la propia democracia, sus libertades y derechos.

Se trata, en definitiva, de una verdadera y digna lucha de poder “para” y no “por”, que no solo se debe llevar a cabo en función de la legítima propia supervivencia partidista, sino de la democracia y las libertades. Para aquello, empero, es indispensable aceptar que el poder democrático es y será siempre compartido, aún al costo lógico de que nunca se consigue en él, sino la mitad de lo que cada uno busca. Pero es una carga saludable, para personas razonables, tanto para quienes la llevan, como para los pueblos que la viven. El poder omnímodo y heroico, conseguido por la fuerza, conlleva siempre responsabilidades que muy pocos actores están en condiciones de asumir. (NP)

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