Editorial NP: Pandemia, discurso y tragedia

Editorial NP: Pandemia, discurso y tragedia

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En cualquier listado y prelación lógica y racional de derechos formulada por cualquier grupo humano organizado que pueda hacerlos cumplir, el derecho a la vida estará siempre primero, pues, como es obvio, en su ausencia, el resto de aquellos -en la extensión y profundidad que se quiera- son inútiles por innecesarios, al no haber sujeto o personas beneficiarias que los declaren.

De este modo, cuando el derecho a la vida se enfrenta a cualquier otro, es presumible que el sentido común se defina a favor de sostener la mayor valía del primero en perjuicio del otro. Sin embargo, la vida muestra infinitas circunstancias en las cuales esta idea fundada en el natural impulso de sobrevivencia no se cumple y, por el contrario, ante su trasgresión, la estructura social busca racionalizarla interpretándolas como acto de heroísmo, de solidaridad o hasta de santidad, cuando tal derecho se expone o es violado por algún poder o el propio depositario, en defensa de ideales aún “superiores” a la persona, tales como país, bandera, coetáneos o hermanos en la fe. O también cuando, como acto de justicia, el acuerdo social se atribuye el derecho a aplicar la pena de muerte; o como acto de soberanía sobre el propio cuerpo, en la forma del aborto; o de compasión ante el enfermo terminal que sufre, en la forma de eutanasia.

La toma de decisión frente a esta colisión de apreciaciones -que si se acatara la apreciación que se atribuye a la vida en perspectiva individual, el choque no implicaría dilema alguno- se complica cuando este derecho se asume desde lo colectivo y debe ser encarado socialmente por personas que, como jueces, militares, médicos, bomberos, capitanes de barco y, en fin, dirigencias políticas de todo tipo, enfrentan desafíos que rebasan su persona y en los que tiempo, espacio, voluntades, capacidades e intereses humanos y naturaleza se pueden mezclar trágicamente.

Así, mientras el juez cabila en la justa proporcionalidad de la condena a muerte del vil asesino de niños, no como venganza, sino como acto de justicia que no nos retorne a la ley del Talión, el militar en el campo de batalla decide la acción táctica que concilie la menor cantidad de muertos en su batallón con el estratégico más rápido fin de la guerra; y el capitán del barco que se hunde, convoca primero a “mujeres y niños”, al tiempo que el bombero salva de las llamas al pequeño en la cuna, y luego, si alcanza, a la anciana en la silla de ruedas o el médico opta por intubar y oxigenar a jóvenes con coronavirus -con más futuro- que a personas de más edad que se ahogan.

Pero no obstante estas excepciones racionalizadas, es lugar común político discursivo en etapas de crisis escuchar que “lo primero es la vida humana” pues responde a un convencimiento moral profundamente instalado en la conciencia de las personas. De allí que, para esbozar las duras dificultades éticas que implica la toma de decisiones políticas, económicas y en otros ámbitos del quehacer humano, Chiaki Nishiyama, destacado economista liberal japonés, iniciaba sus disertaciones exponiendo el caso de una madre sola que vive con dos hijos en una isla desierta alejada a kilómetros de otras. El primer niño tiene tres años y el segundo, algunos meses y está aún en etapa de amamantamiento. En la fábula, Nishiyama ubica a la madre en la playa en momentos en los que el niño mayor juega cerca de las olas. Una de éstas lo bota y arrastra hacia el interior del mar comenzando a ahogarlo. La madre observa la situación espantada, pero no sabe nadar. Y si deja a su hijo menor en la playa para intentar salvar al mayor, solo incrementará la probabilidad de que los tres mueran.

La historia de las decisiones en momentos críticos es, pues, la historia de esa exclusiva cualidad humana, en general, y del liderazgo, en particular, de crear los relatos indispensables para defender y sostener ante los demás la determinación que se ha adoptado, porque, de lo que se trata, no es realmente que la acción tomada por el decisor sea necesariamente la “correcta” o que no trasgreda la tradición o el mores sobre el cual, finalmente, aquella se hizo indispensable -para proteger el derecho a la vida del colectivo- aceptando las pérdidas que la decisión significa para el grupo, sino que ésta sea asimilada por los liderados como única e inevitable, oxigenando así la mantención de la estructura de poder que sostiene la determinación tomada.

De allí la abisal diferencia entre la activa rebeldía del estallido social ante un fenómeno de desigualdad que las personas asumieron posible de cambiar por voluntad humana versus la taciturna quietud social y acatamiento de las disposiciones del poder observads en estas semanas de pandemia, no obstante cuadros de desacato en función de la autoprotección sanitaria local o de agendas políticas díscolas. En el primer caso, es el drama, con protagonista, antagonista y clímax épico, en donde, contra toda expectativa, la voluntad del héroe consigue al final su objetivo, iluminando de optimismo y esperanza el futuro; el segundo, la tragedia, en la cual los personajes toman decisiones que intentan evitar el sino perverso augurado por el oráculo, pero que, contrariamente a lo buscado, cada una de aquellas los acerca aún más a la materialización del trágico destino enajenado al hombre, porque aquel es campo de la inescrutable arbitrariedad de los dioses o, peor aun, cuando los dioses han muerto, evidencia del absoluto caos y sinsentido de la existencia humana, no como oportunidad de libertad a construir desde la propia entidad madurada o, incluso, como libertinaje ante la muerte del padre, sino simplemente como absurdo.

La presente pandemia de coronavirus ha colocado, pues, a las elites de casi todo el mundo -y Chile no es la excepción- en la trágica circunstancia de tener que adoptar decisiones cuyo costo político y/o económico será irremediablemente ingente, pues, enfrentan un escenario en el que si consiguen éxito sanitario será en función de grandes sacrificios económicos para la población y si mantienen la actividad económica en los niveles necesarios para evitar el colapso por inactividad, el costo sanitario será políticamente irremontable.

Desde luego, en lo económico -y por lo tanto en materia del bienestar posible- el mundo deberá encarar desde el tercer trimestre de este año y una vez superados los efectos más inmediatos de la pandemia, una recesión que podría ser igual o peor que la crisis subprime (2008) o incluso que la Gran Depresión de los años 30, según han dicho especialistas de los principales organismos económicos internacionales. Esto significará la quiebra y/o cierre de miles de pymes productivas y de comercio y la desocupación masiva de alrededor del 30% de la población activa, guarismo que en Chile implica sobre 2 millones de personas que se añaden a los efectos de una sequía que ya dura más de una década. Una cesantía e inactividad productiva como esa implica la ruptura de la cadena de pagos en amplios sectores económicos quebrados o inactivos que terminarán por afectar la cadena de abastecimiento, reduciendo la producción y arrastrando al país y al mundo a una recesión que hará retrotraer la economía a los años 90.

Parece innecesario señalar que aquel es un desafío de proporciones para cualquier democracia autoritaria o liberal, en particular si se trata de una cuya unidad interna estaba seriamente dañada al momento de desencadenarse el ataque del virus, a raíz del llamado “estallido social” del 18 de octubre, cuya raigambre económica y social enervada por un progreso de sectores medios y bajos apalancados en un alto endeudamiento, se expresó en indignación contra la desigualdad y en exigencias de una agenda social que redistribuyera mejor la riqueza que se observaba creciente, pero que estaba muy mal repartida.

La pobreza general sobreviniente en esta post crisis ¿detendrá las protestas una vez superadas las cuarentenas o cordones sanitarios en las ciudades o zonas del país y desaparecida la ostentación previa? O, al revés, ¿los estragos de la escasez estimularán revueltas aún más violentas que las desatadas en los 2008-2009?

El sorpresivo ataque del coronavirus a Chile -uno después del cual el estallido social parecerá irrelevante- encontró al Gobierno diseñando políticas sociales y económicas que redujeran las desigualdades denunciadas, proceso durante el cual, infaustamente, a pesar de la gravedad de la crisis, la inmadurez y persistente división político partidista ha continuado manifestándose.

En efecto, la desconfianza ha seguido siendo la emoción base que impide una mayor convergencia nacional, indispensable ante una emergencia sanitaria que debiera convocar a todos los chilenos, pero que, como eco de la insurgencia de meses anteriores, persiste el inercial animus belli ante cada decisión del Ejecutivo, influyendo en la conducta ciudadana y de gremios que, como el de la salud, exigen políticas sanitarias cuyo foco irredargüible es “primero la vida humana”, aunque desde una perspectiva que no incluye el efecto ad absurdum de una gobernanza desequilibrada si no se incluye lo económico y social como parte del fenómeno de protección de ese derecho fundamental.

No se trata, empero, de un problema solo de Chile. En naciones desarrolladas se vive similar diferendo entre quienes fungen la administración del gobierno y, por lo tanto -en democracias liberales como la nuestra- deben dar cuenta a la ciudadanía sobre la evolución de las cifras tanto en la pandemia como en la economía; y quienes ocupan lugar en la oposición, intra o extra parlamentaria, y que teniendo menor responsabilidad ejecutiva pudieran querer rentabilizar políticamente la aciaga coyuntura.

Como se sabe, el coronavirus tiene un comportamiento estadístico que se ha ido clarificando en los primeros meses de su expansión: se trata de una enfermedad que podría afectar a alrededor del 60% o 70% de la humanidad. De ese guarismo, hasta ahora presentan síntomas de contagio menos del 0,01% de la población (unas 650 mil personas), aunque se estima que cerca del 85% sería asintomático, o cuyos efectos se manifiestan como simple resfrío, lapso de fiebre y malestar del que salen con daños menores o sin ellos, sin requerir hospitalización. Tal característica, en todo caso, si bien reduce el riesgo vital a cifras que, empero, son igualmente suficientes para hacer colapsar todos los sistemas de salud del mundo; en términos de vidas humanas, la curva exponencial potencial alcanza a millones de personas en el mundo si los gobiernos fueran incapaces de controlar el proceso de aplanamiento del incremento del contagio. De allí la necesidad de una sola voz de mando, de disciplina y obediencia frente a las decisiones de la autoridad política sanitaria, pues si proporciones idénticas a las mundiales se reprodujeran en el país, los enfermos graves y hospitalizados podrían elevarse a unos 45 mil y las muertes a sobre 2 mil en los próximos meses.

La toma de decisiones del Gobierno, por consiguiente, se ha movido y lo seguirá haciendo, en un arco de gestión que, por un lado, busca aplanar y disminuir lo más posible la propagación del virus entre la población mediante la aplicación de todas las medidas legalmente disponibles en una democracia, de modo de evitar el colapso de un sistema de salud adecuado para atender no más de 35 a 40 mil hospitalizaciones simultáneas, y, por otra, el mantener la indispensable actividad económica mínima-máxima que posibilite el abastecimiento de bienes y servicios vitales para la población, evitando la ruptura de la cadena de pagos por quiebras y desempleo masivo posterior a las semanas de cuarentena y otras medidas sanitarias que sean requeridas para salvar vidas.

Para estos propósitos -y solo si la administración es exitosa en la contención del coronavirus- el país deberá iniciar pronto y en paralelo una fase de recuperación económica caracterizada por la frugalidad de recursos producto de la recesión que hará caer los ingresos nacionales de manera brusca, aunque aun pudiendo completar el proceso de ajuste económico social iniciado con motivo del 18-O y utilizando para ello recursos comprometidos que, como resultará evidente, más allá de nuevas reformas tributarias o de exacciones adicionales a los que más tienen, corresponden a expectativas de números que ya cambiaron dramáticamente tras el brote viral.

En este marco de retroceso, no solo el Gobierno y el Estado deberán pujar por levantar la economía y la actividad, sino es el país en su conjunto, generando desde facilitaciones burocráticas que puede ofrecer el Ejecutivo y otras instituciones del Estado, hasta estímulos legales que pueden ver la luz en el Congreso; o la recuperación de caja y mayor acceso al crédito de aquellas pymes que se han visto obligadas a suspender actividades por cuarentenas sanitarias y que la banca puede apoyar sustentada en las políticas expansivas dispuestas por el Banco Central.

También se requiere del apoyo social a esas pequeñas y medianas inversiones en servicios y producción destinada al consumo interno viable, prefiriendo lo chileno, de manera de seguir protegiendo el empleo nacional; aprovechar, con los ajustes legales que corresponden, los recursos del Fondo de Cesantía y subsidios del Estado destinados a suplementar ingresos laborales para los períodos de cuarentena nacional o local, sin obligar a esas pymes a tener que cerrar y despedir empleados, por no contar con caja ni ventas merced a decisiones de salud pública.

Por lo demás, en materia de endeudamiento, que a nivel de las grandes compañías supera los US$ 100 mil millones y la del Estado, el 30% del PIB -lo que hace recomendable ralentizar su ritmo de crecimiento y restringe las posibilidades de las autoridades nacionales para conseguir recursos por esta vía- en lo sucesivo el acceso a ahorros mundiales estará más limitado y caro (por aumentos del riesgo), tanto por la presión de demanda que sobre ellos harán los actores económicos de naciones desarrolladas, como por el apremio de ayuda humanitaria hacia las naciones más pobres para salvar vidas que privilegiarán los organismos internacionales.

Las difíciles decisiones que se deberán adoptar en lo sucesivo colocarán -o ya están colocando- a los gobiernos nacionales en un punto de estrés político y económico social que ya se observa en reacciones recientes como las de los Presidentes Trump o Bolsonaro, en defensa de la actividad económica, que les ha significado ácidas críticas opositoras que afectan sus liderazgos internos; o en los graves problemas que enfrenta España e Italia por el descontrol de la enfermedad así como los llamados de sus dirigentes a la solidaridad europea para enfrentar la crisis, pero que mientras la CE responde con atronador silencio, Cuba, Rusia y China los asisten en una paradojal metáfora de la reposición de la competencia de modelos político-económicos liberales versus autoritarios en el orbe.

La aparente eficacia del autoritarismo se elogia entonces por su eficiencia en la contención centralizada de la pandemia, comparada con los tristes logros observados en sociedades liberales, al tiempo que sus opositores condenan el “caos liberal” y el fracaso del individualismo, augurando el resurgimiento de lo colectivo, lo estatal y centralmente planificado, sin evidenciar que el costo es que el ya condicionado derecho a la vida en libertad como valor fundante, termina subsumido en la superioridad discursiva del derecho colectivo que esas sociedades practican, sea patriótico o de clase, esté sujeto a la égida interpretativa del partido o del líder carismático. Y una vez que la pandemia pasa, la concentración de poder jurídico transferido al Estado empodera aún más a aquellos partidos que buscan su mayor influencia en la vida diaria de las personas, debilitando las libertades y la democracia liberal.

Entonces, ni la centralización del poder de mando, ni la coordinación sectorial entre Estado y privados, ni la restricción de libertades ciudadanas de los estados de excepción que la democracia liberal permite, sustancian la acción contenedora y defensiva de un gobierno democrático liberal como el chileno ante una crisis como la que se está viviendo, sino su permanentemente abierta, leal y transparente información y convocatoria para seguir adelante en un esfuerzo conjunto y unitario, solidario y responsable frente al otro, para así superar los efectos del ataque invisible, sin tener que acudir a la fuerza y obligación autoritaria, sino respondiendo autónomamente a la libre conciencia de cada uno de sus responsables ciudadanos.

De allí que resulte comprensible que fuerzas políticas de izquierda en el Congreso sigan operando partisanamente frente a proyectos que el Ejecutivo debe poner en sus manos para ir abordando paulatina, pero sistemáticamente, los problemas sociales, económicos y de salud pública que el país enfrenta ya desde antes de la crisis sanitaria, porque la cultura de la libertad y la amplia adhesión ciudadana al pacto social han ido construyendo un sólido muro que limita cada vez más un retroceso colectivista, pero que, de igual forma, ahora, con el enemigo dentro de las fronteras, resulta lindante en la felonía no aportar el apoyo requerido y atrasar las decisiones de política que el Ejecutivo busca disponer en su arco de posibilidades con el objetivo de dar bienestar al conjunto de los ciudadanos.

Es posible que, en el caso de algunos imberbes diputados, sus malas decisiones respondan a la completa incomprensión de la compleja coyuntura mundial, y que, en su inocencia, crean posible por un lado paralizar el total de la actividad de las ciudades por loables razones de salud, y por otro y, al mismo tiempo, repartir riqueza que posibilite tal paralización sin las molestias y dolores propios de la escasez que generará la recesión en 2020 y parte del 2021. Sin embargo, no hay duda que, en el Congreso y fuera de él, hay quienes conocedores de la gran política, saben que la agenda social del Gobierno en respuesta al 18-O despresuriza la anterior ebullición política, ya debidamente aplacada por la crisis sanitaria y sus necesidades de aislamiento social. Tal escenario no es el adecuado para planes que, hasta diciembre-enero pasado, eran derrocar al Gobierno y convocar a elecciones Presidenciales y de Congreso, así como a un plebiscito constituyente original y soberano.

La vida, empero, ha señalado otros caminos y ya no se escucha llamar ni a la renuncia presidencial, ni a elecciones, buena parte de ellas postergadas para fines de este año y/o después de la crisis de Covid-19. Tampoco aparecen intensamente activos los defensores internacionales de los derechos de las personas que han sido detenidas por trasgredir toques de queda o cuarentenas que limitan sus derechos como el de tránsito o reunión, pero que, en el marco de una pandemia y en peligro el derecho a la vida, todos los demás se inclinan ante aquel.

Así y todo, la profunda aleatoriedad del derecho a la vida -y de los que devienen de éste- que pone en evidencia la pandemia invita a reflexionar sobre la profunda vulnerabilidad de la existencia humana, en la que altivos relatos y mitos de clase, sangre, nobleza, riqueza, intelligentsia, carisma, belleza o fuerza, se diluyen en la entropía de la muerte golpeando a cada puerta sin discriminaciones de ninguna especie y frente a la cual el azar de su recibo transforma el drama -como relato que argumenta causas y efectos del eventual dolor y/o muerte potencial, ordenando la sinrazón- en aquella tragedia en la que dado que nada se puede hacer contra la ignota y arbitraria voluntad de los dioses, más vale aceptarla con humildad, siendo sujeto obediente de lo que la razón -o el corazón- indica hacer en función de los objetivos del decisor.

Aunque, para efectos del poder y su, a veces, también muy beneficiosa influencia en el orden social, no sea impertinente construir el relato que haga aceptable las decisiones para los liderados en tanto tragedia inevitable y arbitraria, poniendo en su debido lugar al optimista, aunque también infundado relato, según el cual el progreso guiado por la voluntad humana y su conocimiento es un vector que siempre avanza hacia un futuro de libertad, igualdad, solidaridad y esplendor. (NP)

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