Editorial NP: Lecciones de Ucrania y la Unidad Nacional

Editorial NP: Lecciones de Ucrania y la Unidad Nacional

Compartir

Razonar política o partisanamente en el marco de profundos cambios geopolíticos como los que vive el orden mundial puede tener el costo de entender la crisis solo en parte y recomendar la adopción de decisiones ad hoc que, al no considerar el cuadro completo, yerren. Un escenario que, por lo demás, ya no parece sustentarse en la más simple lógica de la supervivencia o dominancia de grupos internos bregando por acceder o sostener el poder político en sus respectivos territorios, sino que en la otra premisa que emergió de la constatación que, en materia de relaciones internacionales, ya en el siglo XVIII, hacía advertir al cardenal Richelieu que en asuntos de gobierno importa más la supervivencia del Estado que la vida de una persona, porque las personas tienen un alma que puede salvarse; pero los Estados, simplemente desaparecen.

En efecto, la historia muestra hasta el hartazgo el nacimiento, auge y caida de enormes estados imperiales que, a partir de un territorio, se han expandido más allá de sus fronteras originales impulsados por cuestiones económicas, políticas, sociales o nacional culturales, unificados circunstancialmente bajo la férula de líderes ambiciosos de poder, fama o recursos que buscan elevar su prestigio y/o el de su dinastía, reino, nación o imperio, sojuzgando la pluralidad de voluntades individuales en función de un destino histórico o divino “superior”. Así, desde Sumeria a Babilonia, de Persia a Egipto, de Grecia a Roma; de los imperios ruso y austro-húngaro, al inglés, francés o español, la historia muestra no solo que las fronteras de los Estados están en constante movimiento, sino que hasta la propia identidad de las nacionalidades que acogen o subyugan, evolucionan y se modifican, forzando cambios culturales, autonomías y tipos de poderes instituidos.

Para graficar el punto, baste comparar los mapas de los distintos continentes en el siglo XVIII y el XX. La guerras imperiales europeas y luchas anticoloniales en América, África, Asia y Oceanía, así como las posteriores bregas fratricidas en diversos países en formación o reformulación de sus elites de poder político, han ido redibujando las fronteras nacionales en un proceso dinámico que ha dejado pocos espacios del globo sin modificaciones profundas.

Dichas fuerzas no sólo dieron origen a naciones post coloniales interesadas en integrarse al progreso industrial siguiendo los ejemplos de algunas de las grandes potencias, sino también dividiendo territorialmente a otros, a raíz del enfrentamiento ideológico sobre la mejor manera de administrar ese progreso industrial: o mediante la fuerza libre y creadora privada de los mercados o la fuerza política igualitaria del Estado, aunque, en ambos casos, atados siempre a la necesidad productiva de escala que caracterizó dicha época, es decir, el taylorismo occidental o el stajanovismo oriental.

Pero también, en otros casos, y tal como ocurriera en el siglo XIX, disgregándolos, como la ex URSS en los ‘90, penúltimo de los sucesos de reconfiguración político imperial correlativos a la revolución industrial y “lucha de clases”, un resultado tardío del cambio paradigmático que están ocasionando en la producción y distribución de bienes y servicios, las nuevas tecnologías de la información y el conocimiento, así como el subsecuente desplazamiento de los poderes fácticos que encabezaron la declinante fase industrial-petrolera de la humanidad y que justificaban las anteriores ideas de combate contra una injusta dominación autocrática, provenientes del siglo XIX.

Para los casos de las revoluciones del siglo XX, ancladas aún en ideas políticas decimonónicas y que interpretaron los acontecimientos sociales como resultado de la “lucha de clases”, la evolución de los hechos tiene su origen en el relato de una explotación del capital sobre el trabajo. Sin embargo, el advenimiento de las nuevas tecnologías y rápido desarrollo del conocimiento físico, químico, matemático, biológico, de nuevos materiales, digitalización, robótica y nanotecnología que se ha ido integrando a la gestión productiva industrial, aumentando exponencialmente la productividad de sus promotores, terminó siendo el factor decisivo de victoria en la competencia internacional económica e ideológica y, como corolario, disolvió el contenido semántico de la “explotación” del capital industrial sobre el trabajo.

Un trabajo que, por lo demás, ha ido siendo cada vez más reemplazado por maquinas algorítmicas y robóticas que, casi a todo nivel, realizan labores repetitivas o peligrosas, aunque incrementando la desocupación -o exclusión, al decir de V. Forrester- de millones de seres humanos, así como desplazando riquezas desde la industria y energías fósiles en retirada, hacia la emergencia de energías renovables y compañías digitales de la información y robóticas que requieren de otra clase de trabajadores especializados, con mejores remuneraciones y que, por consiguiente, se han ido integrando a clases medias mundiales que se han expandido en los últimos 40 años como nunca antes en la historia de la humanidad.

Así y todo, ciertos sectores de la política nacional e internacional insisten en mirar los acontecimientos desde la perspectiva del siglo XX e ideas del XIX, en momentos en los que las relaciones de producción muestran un cambio de signo tan sustantivo como el del paso de la humanidad desde la economía agrícola, basada en la tracción animal; a la del motor, el vapor, carbón y petróleo, así como la transición de un sistema de abastecimiento reducido a lo local, a uno que se extiende por todo el mundo, no solo para los grandes capitales, sino para cualquier hijo de vecino gracias a las redes de Internet. La internacionalización de emprendedores artísticos hasta “unicornios” chilenos son muestra palmaria de tal fenómeno. Asimismo, los cambios de estrategias que una nueva geopolítica digital, atópica y asíncrona, impulsa entre los poderes estatales, una de cuyas muestras son el costo de los ciberataques rusos contra Ucrania y que le han significado a este último pérdidas de más de US$ 10 mil millones, casi más que los combates reales.

Pero, como en aquella fase de cambios decimonónica, también surgen hoy “ludistas del siglo XXI” que ven la digitalización, automatización robótica y crecimiento productivo generado por estos avances como el nuevo enemigo “explotador de la madre tierra” y añoran el retorno a añejas formas de producción de pueblos anclados en tradiciones milenarias y cuyas economías difícilmente permitirían abastecer de alimentos a un tercio de los habitantes del globo, mil millones de los cuales, a pesar del avance, viven con menos de un dólar al día. Aun así, basados en voluntaristas conceptos ecológicos, muchas veces de rasgos mágicos y casi sin fundamento científico, persisten en paralizar y “proteger” el desarrollo en ecosistemas naturales que bien pueden ser salvaguardados gracias a los propios avances de la ciencia, sin afectar la materialización de proyectos productivos y generadores de valor que hoy, por lo demás, se intercambian en centenares de países a través de amplias líneas de abastecimiento que alcanzan las más lejanas costas del orbe y que, por consiguiente, si un país deja de producirlos pueden ser fácilmente reemplazados por la competencia internacional.

En esa brega en el mundo real, la explotación del capital sobre el trabajo microeconómico pierde sustancia al encadenar a ambos factores nacionales productivos (capital y trabajo) a un destino común del que dependen para su supervivencia, obligando más a la colaboración y aumento de la productividad al interior de cada industria, que a exaltar la oposición y lucha entre “proletario” y “burgués”, una actividad política que culmina dejándolos a ambos fuera de la competencia por mayor riqueza y bienestar que encabezan Estados y empresas nacionales y multinacionales en cada país.

Pero esas persistentes posturas ideológicas, no son como parecen, del todo ingenuas, aunque desfasadas, sino que obedecen a nuevas estrategias de poder territorial -en tiempos digitales- tras el fracaso del impulso de la teoría de la lucha de clases que dividió a tantas naciones, aun con la enorme resonancia inercial que mantienen los discursos de “pobres contra ricos” o de “elites contra pueblo”, en los que “ricos” y “elites”, son los conceptos bombardeados hasta perder toda autoritas, aunque aún sin disipar su potestas.

En efecto, convocatorias como las de Evo Morales en Bolivia a reconstituir territorios de pueblos originarios propios del siglo XVI-XVII, tienen alcances resbaladizos para la idea de nación Estado con la que Chile -y otras naciones del área- se han desarrollado en los últimos 200 años, en la medida que si se ha de validar la autonomía y soberanía indígena sobre aquellos territorios poblados por sus antecesores genéticos, antes del arribo español a América, la idea de una nación aymara-quechua o colla, con toda su imprecisión y voluntarismo racial-biológico, no solo incidiría en la gobernanza estatal del norte de Chile, sino que alcanzaría territorios de Perú, Ecuador y norte de Argentina, casi como en un “deja vu” del imperio Inca, pero que hoy cuenta con el ardid discursivo de la reunificación racial y de sangre que impulsó experimentos sociales tan peligrosos como el nacional socialismo alemán, el siglo pasado.

Similar fenómeno se puede observar para el caso de una nación mapuche o Wallmapu en el sur de Chile y Argentina, cuyas reivindicaciones pueden tener la legitimidad que nuevas normas y acuerdos internacionales han puesto en el tapete en las últimas décadas, pero que estimulan pulsos identitarios y territoriales agresivos, con relevantes perjuicios para la vida de las personas que cohabitan por decenios en las tierras reclamadas y que no adhieren a la ideología maximalista, transformándose así en enemigos de su causa.

Propuestas como aquellas, ponen en la mira la polémica geopolítica subsumida en la decisión del líder ruso Vladimir Putin de reconsiderar la zona este de Ucrania como de interés estratégico para Rusia, mediante el expediente de reconocer la independencia de dos áreas de ese país, con población de habla rusa y, por consiguiente, una necesidad “humanitaria” de “protección” militar contra una supuesta dictadura ucraniana. Para tales efectos, el propio jerarca ha remontado la “creación” de Ucrania a sus tiempos de república soviética, reconformada territorialmente tras la caída del imperio austro-húngaro y la victoria bolchevique en Rusia, es decir, como resultado de una decisión política de la dictadura soviética, en los años 20 del siglo pasado, no obstante los alegatos ucranianos de una nacionalidad que entienden extendida al menos desde el año 1.000 de la era cristiana.

Los motivos de Putin no son necesariamente políticos -en el sentido de la lucha entre democracia o autoritarismo o estatismo y liberalismo-, sino geopolíticos, en la medida que, como interés de Estado, Rusia, dada su ubicación geográfica, está rodeada de mares congelados durante la mayor parte del año. Su acceso a mares navegables permanentes se produce exclusivamente a través del Mar Negro, en donde las áreas de Donetsk y Lugansk son el corredor hacia a Sebastopol, Crimea (anexada por Rusia en 2014) y de allí al Mediterráneo, área vital para su comercio y en donde Moscú posee su más grande puerto aliado, en Siria, afectada, además, por una grave guerra civil desde hace 10 años.

De allí que para el dirigente ruso sea vital sostener esos territorios para que su capacidad económica y fuente de prestigio y recursos de nación exportadora de combustibles fósiles, minerales, alimentos e importación de todos aquellos bienes de la nueva industria de consumo digital y requerimientos de otros que no produce, no se vea asfixiada. También es la razón por la que China, aliado y competidor más grande en la zona, aun cuando rechazó el uso de la fuerza para resolver el conflicto, “entiende los motivos de seguridad” de Putin. Motivos de seguridad chinos que, por su parte, están vinculados a sus propias necesidades como Estado de controlar nuevos puestos de expansión y comercio, tales como Taiwán, tras la entrega pacífica de Hong Kong como Región Administrativa Especial a la República Popular China, por parte de Inglaterra, en 1997.

Y aunque pareciera una lucha política entre los autoritarismos que representan Rusia y China, para EE.UU. como líder universal de las ideas democrático-liberales, los factores de mayor pertinencia en este proceso son también geopolíticos, en la medida que sus intereses federales están expuestos en diversidad de países en los que la creciente influencia de Rusia y China pudiera tener efectos perjudiciales para sus inversores y ciudadanos, como lo mostró con claridad la administración Trump. Desde luego, ya en su origen, en el emergente EE.UU. sus padres fundadores propiciaron sistemas democráticos y liberales en su territorio -conseguidos hasta con una luctuosa guerra civil- y en otras partes del mundo, confiados en los beneficios de la libertad para el espíritu humano y el libre comercio -antes amañado por el imperio inglés- para la grandeza de la república, con el propósito de hacer fluir sus capitales desde y hacia todos aquellos puntos del globo en los que sea posible generar excedentes que fortalezcan su estabilidad y sus condiciones de existencia y control.

De allí que, dadas las nuevas tendencias políticas mundiales, tras la invasión rusa a Ucrania, más que desatar una guerra internacional caliente, EE.UU. y sus aliados occidentales democrático-liberales hayan optado por represalias de carácter financiero, cuidando evitar escalar un enfrentamiento bélico multinacional. Armas que, por lo demás, EE.UU. y otras naciones desarrolladas han estado dispuestas históricamente a usar en contra de Estados que ponen en riesgo a sus inversores y ciudadanos contribuyentes en otras áreas del mundo. Chile ya lo experimentó en los años 70 y también lo han vivido otras naciones tras desafiar el orden, pax y normas de convivencia, comercio, intereses y propiedad de ciudadanos y empresas pertenecientes a la alianza occidental y de la cual Chile pareciera formar parte, hasta ahora. “Roma locuta, causa finita”.

Así y todo, la estrategia financiera no debiera entenderse como una que descarta por completo el uso de la “ultima ratio” porque, como dijera Richelieu, las naciones no tienen alma y si no la tienen, tampoco escrúpulos, cuando se trata de proteger la propia sobrevivencia o bienestar como, por lo demás, lo ha demostrado nuevamente el propio Putin en Ucrania o la misma ex URSS en Hungría, Checoeslovaquia o Afganistán. Los Estados tienen intereses, las personas principios.

De allí la relevancia de poner en Chile atención a la novedosa, aunque curiosa concepción de Estado regional, plurinacional e intercultural que anuncia transformar a un país de centenaria tradición republicana unitaria, en un conjunto de mini administraciones regionales sin mucha capacidad de enfrentar las exigencias económico-sociales, ni las presiones de la geopolítica universal en marcha.

Más allá de las incautas razones descritas por los convencionales promotores de “desconcentrar el poder político”, sus decisiones abren compuertas a influencias muchas veces obscuras y porque Chile ya vivió choques graves entre elites regionales en su conformación como Estado, cuando tropas de Concepción, encabezadas por Freire, estuvieron a punto de ingresar a Santiago para combatir con fuerzas o`higginistas. También, es cierto, ofrece oportunidades a nuevas elites regionales para decidir sobre los usos de presupuestos -necesariamente “solidarios” en los casos de varias regiones- pero que, muy probablemente, serán de tan o más compleja redistribución como ya lo es la “solidaridad” del Fondo Común Regional o Municipal, aún en un Estado centralizado, como se acusa.

Una descentralización y redistribución de poderes en el siglo XXI, en medio de un recambio universal de elites de todo tipo con similar profundidad del que tuvo lugar a inicios del siglo XX, también caracterizado por el cambio de paradigmas (desde lo mecánico a lo relativo, de Newton a Einstein) de lo físico a lo virtual, con su seguidilla de  guerras civiles, nacionales y mundiales, nuevos modos de producir y distribuir, una mayor complejidad de gobernanza, emergencia de agresivos poderes nacionales, corporativos y hasta delictivos, derechos, libertades e instituciones centenarias amenazadas por un entusiasmo creativo y refundacional, libertinaje in crescendo y una vocación expansiva de variados grupos de poder político, económico y hasta religiosos en diversos países centrales y periféricos, hacen recomendable para Chile un proceso de ajuste estadual cuidadoso, paulatino y debidamente controlado por voluntades con real comprensión de los perjudiciales efectos del debilitamiento de la soberanía del Estado y una vocación unitaria que proteja la mayor estabilidad posible, en un entorno crecientemente amenazante.

Consolidar regiones que se fortalezcan, vigorizando la unidad nacional, resulta pues un tópico que, más que por la simple reformulación aleatoria de ciertos poderes políticos, apunte a repotenciar un solo ato de unidades territoriales que sean imposibles de quebrar, un camino inverso al de instalar 16 debilitadas autonomías zonales, además, cruzadas por cuestiones identitarias de muy indeterminado corte racial. En tal caso y frente a eventuales crisis de supervivencia, au contraire de la solidaridad internacional despertada por la ahora represtigiada autonomía de Ucrania, pero que de igual modo ha debido encararla en soledad militar -claro mensaje para aquellos convencionales que buscan “reorganizar” las FF.AA. por “innecesarias”-, las nuevas entidades institucionales imaginadas por los constituyentes no tendrán el apoyo de conveniencia que convoca el rico territorio este-europeo, porque cuando los intereses de los poderes reales actúan, no hay plurinacionalidad, ni interculturalidad que permita sostener estructuras frágiles, en especial si se trata del “animal más débil de la selva”. En tal caso, es la ruda potestas la que habla, no la suave autoritas.

El expresidente Allende, por lo demás, vivió con dureza dicha realidad cuando, enfrentado a la crisis económica interna, intentó conseguir un préstamo “solidario” de la exURSS, volviendo a Chile con las manos vacías. La enseñanza que deja la historia y hechos recientes es que hay que cuidar la unidad del Estado, porque, cuando este falla, no hay segunda oportunidad y para quienes lo conformaban y sufren su caída, el fantasma de la emigración forzada que el país ha observado atónito desde otros estados “solidarios” en quiebra, surge con su más sórdida cara. (NP)

Dejar una respuesta