Editorial NP: El Gobierno no es el Estado

Editorial NP: El Gobierno no es el Estado

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Si bien es comprensible que parte de la ciudadanía siga desconociendo cómo funciona la estructura de poder político en Chile producto del abandono de los partidos y el Estado de su responsabilidad de educar cívicamente a sus jóvenes, cuesta entender que luego de más de 30 años de desarrollo democrático, aun entre sus propias elites no se logre integrar que un Presidente de la República, por sí y ante sí, no puede encarcelar a un ciudadano; que los Tribunales de Justicia no pueden hacer las leyes y que el Congreso no puede conducir la acción del Ejecutivo. Y que, cuando aquello ocurre, se está frente a una crisis institucional cuyas consecuencias son impredecibles.

En efecto, la democracia es una forma de gobierno en la cual los poderes de ejecución, legislación y justicia están separados y le corresponde a cada uno realizar su función siguiendo fielmente aquel conjunto de normas y reglas que han sido debidamente consensuadas por esos poderes instalados por la voluntad popular directa o mediante representantes. En el curso de su profundización, la democracia ha ido añadiendo instituciones cuyo objetivo es darle mayor estabilidad, evitando que la siempre acechante y natural lucha de poderes que se traba en casi todos los ámbitos de vinculación de las personas desborde el marco normativo, creando condiciones para la violencia que, por lo demás, diariamente nutre los noticieros de TV.

Es evidente que la violencia es parte de la condición humana y su expresión, de tiempo en tiempo, parece hasta inevitable cuando, como recuerda la conocida sentencia de Von Clausewitz, la guerra es entendida como la política por otros medios; o como la caracterizó Roma, la última ratio; o como la partera de la Historia, invocada por Marx por el dolor del nacimiento; o incluso nuestros propios padres fundadores, que la eternizaron en el escudo de armas alegando la legitimidad de conseguir propósitos nacionales por la razón o la fuerza.

Un mundo rudo, duro, agresivo, nutrido por fuertes pulsiones irracionales que han llevado a que las guerras y el uso de la violencia como medio de imponer determinados objetivos haya ocupado casi tanto tiempo de la historia como los breves lapsos de paz y armonía, por lo demás conseguida tras la luctuosa victoria final de un poder por sobre el resto, el que queda avasallado ante la coerción indiscriminada del victorioso.

¿Es esta una condición inevitable de la especie?

Desde la Ilustración con su impulso de la razón, las ciencias, la separación de los poderes del Estado, el control de monopolios y poderes fácticos, en términos estadísticos la tendencia a resolver los diferendos mediante la violencia ha ido en decrecimiento, en el entendido que los derechos humanos son ineludibles para los Estados, una dirección que el mundo confirmó tras la II Guerra con la declaración de Asamblea General de las Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948.

No obstante el advenimiento de dos Guerras mundiales en el siglo XX y la prolongada lucha de sistemas socio económicos que se extendió desde 1917 hasta la caída de la URSS, la democracia liberal y el libre intercambio de bienes y servicios se impuso en casi todo el orbe, abriendo paso a una nueva globalización que ha permitido un crecimiento y desarrollo mundial sin precedentes, elevando, además, las exigencias de derechos humanos, políticos, sociales, económicos y culturales, a un estándar nunca antes visto. El “dulce comercio” de Montesquieu ha reemplazado la tosca guerra de dominación bélica y la competencia del siglo XXI aparece trabada en la mayor capacidad económica y tecnológica de los países, antes que en su arsenal atómico.

Es decir, como lo muestra la milenaria práctica de intercambios de productos y servicios entre grupos humanos muy diversos, pareciera que los objetivos o metas de unos no son necesariamente contradictorios con los de otros -no obstante los conflictos que diversos propósitos provocan- si es que se concuerda en que, en una determinada comunidad, todos acatarán las normas aprobadas por la voluntad de la mayoría de sus partícipes y que, en caso que haya trasgresiones, los infractores no serán castigados discrecionalmente por un jefe, rey o autoridad absoluta, sino que serán llevados ante Tribunales, cuyos jueces, independientes de otros poderes, dictarán proporcionados castigos según leyes que han sido redactadas y promulgadas por parlamentarios y Gobierno electos por un lapso preciso por esos mismos ciudadanos juzgados, completando así el circuito de autonomía y libertad de los pueblos.

De allí que, en momentos de crisis como los que viven regiones del sur respecto de una de sus etnias mayoritarias y cuya lucha ancestral ha terminado siendo instrumentalizada por sectores políticos premodernos (aún creen que la violencia es legítima en política) y delictuales (que operan con propósitos de un lucro que teóricamente repugna a las izquierdas), no puede cargarse el peso de su resolución a un único poder del Estado, puesto que, para su mejor gestión, aquel requiere de la necesaria aquiescencia y coordinación de un Congreso que aporte con la dictación de normas que el Ejecutivo pide para su más eficiente acción, pero que pueden ser negadas -al igual que un directorio niega presupuesto a un gerente general que quiere despedir- y un Poder Judicial que juzgue de acuerdo a la letra y espíritu de las leyes dictadas por el parlamento.

Es, pues, la combinación de las decisiones razonadas, libres y conscientes de los tres poderes lo que hace eficaz o no la acción ejecutiva, así como la mejor o peor disposición y ánimo de las fuerzas de orden de que dispone el Estado para proteger sus fronteras de amenazas externas y a sus ciudadanos honestos de la expoliación de las fuerzas delictuales, cuyo poder económico en crecimiento hace cada vez más compleja su contención y control.

Disentir es un derecho humano indiscutible y ningún gobierno democrático sensato cree posible que su operación no tendrá opositores, algo que, sin embargo, no ocurre en las llamadas “democracias populares” o “democracias autoritarias” -ambas también con poderes separados, pero no tanto- que emergen como ejemplos cuando la demanda por el orden arrecia. La disidencia forma parte de la esencia de la democracia y la negociación que aquella exige, aunque a veces odiosa, habitualmente la enriquece, en la medida que cada decisión relevante tiene procedimientos de revisión casi hasta el hartazgo. Por lo demás, ocasiones en las que la presión ciudadana impulsa a rápidas convergencias parlamentarias pueden arrastrar, como ya ha ocurrido, a decisiones altamente perjudiciales para el país y sus ciudadanos. Paciencia es, pues, el verbo a conjugar en democracia.

Es cierto también que quien sufre el daño o injusticia tiene una percepción de urgencia muy distinta a la de quienes solo se informan de ella, aun cuando muestren la más amplia empatía por el ofendido. Sin embargo, las injusticias no se reparan con mayores injusticias, ni las ofensas con una ofensa mayor, factores que son la base del desencadenamiento de la violencia y de los quiebres de largo aliento de la armonía social. En una democracia madura, el Estado cuenta con las herramientas de coacción suficientes para controlar los desmanes y trasgresiones de sus súbditos. Y si las situaciones se salen de control es porque la crisis ha escalado, poniendo a los propios poderes del Estado en curso de colisión. Chile ya ha vivido situaciones similares y sus costos han sido deplorables.

Resolver el tema de Araucanía exige de al menos tres estrategias alternas aunque paralelas: una, apuntada a eliminar rápidamente del escenario la violencia delictual pura y dura (narcotráfico, robo de maderas y granos, peajes, etc),  para lo cual el Ejecutivo cuenta con plena legitimidad y apoyo político; dos, enfrentar y aislar la violencia guerrillero-narcoterrorista con inteligencia militar y fuerza de coerción quirúrgica y especializada, protegida por las normas legales nacionales e internacionales dispuestas para estos casos y de modo abierto, informado y transparente; y tres, encarar la demanda económico-social y cultural efectiva del pueblo mapuche con programas de compensaciones económicas o territoriales que son necesariamente de largo plazo, para lo cual debe contarse con la sensatez y consenso de los dirigentes mapuches en términos de lo exigido y sus tiempos de reparación.

Es decir, se debe establecer una negociación democrática que, iniciada ahora, más adelante podrá continuar con representantes de esa etnia en el parlamento resultante de la nueva carta. Chile tiene los medios económicos, políticos, técnicos y militares para evitar la profundización de lo que se observa como el inicio de una verdadera estrategia de secesión de Arauco. Pero requiere de convergencias políticas para afrontarla y valor y convicción en sus consecuencias.

Pero también es menester darle urgencia a las justas demandas de quienes han sido brutalmente agredidos, sus bienes quemados y vidas segadas, como resultado de los hechos comentados, otorgándoles toda la protección que el Estado puede dar a sus ciudadanos cuando sus poderes operan de consuno. Como la propia oposición ha señalado, el Gobierno no requiere de más herramientas normativas que las que tiene para conducir con éxito la siempre controvertida y dura aplicación de la violencia del Estado, aunque, por cierto, necesita del apoyo político opositor que no se le otorga por razones electorales.

Las cautelosas acciones del Gobierno, la negativa de la oposición de brindar apoyo, los mesurados dictámenes de tribunales y el estancamiento de las fuerzas de orden producto de las previsibles consecuencias de aplicar fuerza estatal en las actuales condiciones políticas nacionales y mundiales están postergando decisiones que alimentan un desorden que puede resultar más caro que el que se quiere evitar posponiéndolas. Chile exige concentrarse en el esfuerzo que requiere la pandemia y la reactivación económica y no perder más tiempo ni energías en el control de los absurdos desórdenes de los viernes de Plaza Baquedano o los ataques diarios de una narcoguerrilla aún en ciernes, pero que crece a elevado ritmo como subproducto de la delincuencia que lucra del trabajo honesto de miles de productores afectados por su violencia en la macroregión sur. Y esa es tarea del Estado, no solo del Gobierno. (NP)

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