Editorial NP: Crisis de Gobierno o crisis del Estado

Editorial NP: Crisis de Gobierno o crisis del Estado

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El Estado moderno es una orgánica político-social de reciente creación (s. XV y XVI), no obstante la milenaria presencia de unidades centralizadas y territorialmente delimitadas -diferentes de tribus o clanes- que muestra la historia y que la academia clasifica como “Estados primitivos”. Según sus estudiosos, el contraste entre el Estado moderno y los primitivos estriba en su real capacidad impositiva (tributaria y coercitiva), la generación de una significativa burocracia y una soberanía territorial que los transforma en lo que se conoce como Estado-nación.

Las hipótesis sobre el proceso de creación del Estado moderno son variadas, partiendo de la propuesta de los llamados “artífices estatales”, individuos ambiciosos que reunieron poder militar y económico y pretendieron la conformación de territorios mayores a los de su lugar de origen, buscando fortalecer su poder y fortuna; hasta aquellas que los derivan de la crisis de las economías cerradas feudales medievales, la emergencia de monarquías absolutas y de los sentimientos nacional-territoriales de las sub culturas (lenguajes, costumbres, religiones, ética) correlacionadas en aquellos espacios mayores que formaron parte de esos imperios o reinos.

En Chile, el concepto de Estado es aún más joven y hasta mediados del siglo pasado era corriente observar cierta confusión entre dicha idea y la de Gobierno, constituyéndose muchas veces ambas nociones como sinónimos. Solo recientemente una mayoría nacional discrimina entre los dos, entendiendo por Estado a aquella “comunidad social con organización política común y un territorio soberano e independiente de otras comunidades, que trasciende el lapso de vida de las generaciones presentes”, mientras que Gobierno -especialmente con el advenimiento de la democracia- como aquel “conjunto de personas y organismos que conducen periódica y alternativamente una división político-administrativa propia de aquel Estado, durante un determinado lapso, previamente acordado por su comunidad”.

La eficacia del poder del Estado -y de los gobiernos que lo conducen- se suele afincar en un contrato social o carta constituyente subscrita por la mayoría de los ciudadanos y cuyo objetivo fundamental es regir la conducta de aquellos, buscando evitar que la resolución de los naturales conflictos que surgen en los grupos grandes y abiertos, se lleve a cabo mediante la violencia, tarea para la cual el Estado moderno dividió el antiguo poder del monarca absoluto en tres órganos básicos cuya misión es garantizar que esas resoluciones sean dictadas sin privilegios ni abusos, con justicia y equidad, protegiendo la igualdad ante la ley, las libertades y derechos frente a todo poder público o privado que quisiera sojuzgarlos, dejando la acción de conducción administrativa al Ejecutivo; la legislativa, al Parlamento y la aplicación de esa jurisprudencia, al poder Judicial.

Es decir, si bien el Estado se ha constituido históricamente como una unidad política cuya soberanía, capacidad coercitiva e impositiva obliga a quienes habitan en su territorio, lo hace siguiendo normas que han sido discutidas, diseñadas y aprobadas siguiendo una lógica de protección de los derechos y libertades básicas de las personas, al tiempo que las autoridades de los Gobiernos que lo conducen temporalmente, se obligan a acatarlas, en función del bienestar y pacífica resolución de diferencias entre los ciudadanos, y entre éstos y el propio Estado, lo que deja fuera -por ilegítimo- el uso de su capacidad coercitiva de modo irracional e ilimitado, una condición propia de gobiernos dictatoriales o de las antiguas monarquías absolutas donde la voluntad del Estado era la voluntad del rey.

De este modo, una constitución democrática que rija un Estado de Derecho no sólo asegura la división básica de poderes constituyentes, evitando así la discrecionalidad y abuso del enorme poder del Estado sobre las personas, sino que, además, asegura libertades y derechos a sus subscriptores, entre los cuales, el derecho a la vida y la conformación de familia, así como el valor de aquellos como anterior al Estado; las libertades de expresión, opinión, información y reunión, de conciencia y culto; de enseñanza y derecho preferente de los padres a educar a sus hijos; la igualdad de derechos y oportunidades para todos los habitantes, hombres y mujeres; derechos de propiedad, de libre emprendimiento e iniciativa, a la salud, educación, seguridad social y orden público, constituyen condiciones mínimas aceptables para un contrato social de cualquier Estado moderno.

Para el caso chileno, en tanto, la experiencia y nuevas exigencias que han emergido en las últimas décadas hace recomendable inscribir constitucionalmente temas de gestión administrativo-gubernamental que aseguran la estabilidad ético-administrativa y proyección socioeconómica nacional, tales como la autonomía e independencia de la Contraloría, Ministerio Público, Tribunal Constitucional, Consejo de Defensa del Estado, Tribunal y Servicio Electoral, Banco Central, así como la exigencia de marcos de responsabilidad fiscal y macroeconómica; reconocimiento de etnias originarias, diversidad en materia de constitución familiar, protección de la vida animal, el medioambiente y un compromiso nacional para el cumplimiento de las metas contra el cambio climático, entre otros.

Es posible que, en este marco, se entienda la reciente frase del ex Presidente, Ricardo Lagos, quien advirtiera que la actual crisis “no es del Gobierno, sino del Estado” y porque, no obstante que la actual carta magna contiene una muy nutrida lista de derechos y libertades que, por lo demás, han sido largamente expresadas, incluso más allá de sus límites durante la crisis, una Encuesta Nacional de Transparencia del Consejo para la Transparencia (CPLT) ha mostrado la pésima relación de los ciudadanos con el Estado, así como su percepción de una decimonónica conducta de maltrato, corrupción y discriminación por parte de aquel.

Sus resultados presentan una indignación producto de la desconfianza e incertidumbre que se evidencia en que sólo 2 de cada 10 personas consultadas manifiestan confiar en el Estado (23%) y que casi 8 de cada 10 perciben al Estado como distante (84%), maltratador (76%) y discriminador (71%), visión que, a mayor abundamiento, se presenta con fuerza en el grupo de entre 26 a 40 años, de nivel socio económico medio, es decir, precisamente, los hijos de la actual democracia, quienes además declaran percibir un alto nivel de corrupción en el sector público, incrementando su desconfianza.

Indiciariamente, entre las cinco instituciones considerdas más corruptas por los chilenos aparecen: el Congreso; los Servicios o Ministerios del Gobierno; Carabineros; Municipios y el Poder Judicial, todos órganos de contacto directo con la ciudadanía y respecto de los cuales se espera un tipo de servicio que no se percibe proporcional al esfuerzo tributario que cada uno realiza para su financiamiento, o cuyo producto en materia de aseguramiento de la promesa de igualdad ante la ley se aquilata injusto o inequitativo, condición que ha hecho afirmar al propio CPLT “que la percepción negativa del Estado es parte importante de la crisis social que estamos viviendo en Chile”. La misma encuesta revela que el 18% de los entrevistados señala que ha sido testigo de algún caso de corrupción en el sector público en el último año, guarismo que, si se extrapolara a los datos obtenidos en el Censo 2017, se obtendría que más de 3 millones de personas han observado alguna irregularidad.

Parece innecesario señalar que el Estado -salvo honrosas excepciones institucionales- no está cumpliendo con las expectativas de los ciudadanos en tanto servidor público y que siendo su carga tributaria y normativa cada vez más pesada para las personas y su densidad en el aspecto disciplinador y ejemplarizador, escasa; su conjugación con los múltiples abusos económicos de sectores de la empresa privada, más el pesado fardo de un endeudamiento expectaticio que se ha transformado en pesadilla para amplísimas capas medias, son condiciones más que favorables para un estallido como el que se vivió el 18-O.

Así y todo, la mayoría de los chilenos tienen una visión más pragmática de su relación con el Estado y una gran mayoría solo busca tenerla de modo marginal, intentando llevar adelante sus proyectos y sueños personales o familiares, según sus propios medios y esfuerzo. De hecho, no obstante el repudio de los entrevistados a la corrupción en el sector público, 3 de cada 10 consideran que a veces es aceptable dar dinero o hacer un regalo o favor a un funcionario o encargado de una institución pública porque “si uno no paga, las cosas no funcionan”.

Nada más desmoralizador de la cosa pública y devastador para una sociedad que busca internalizar culturalmente la idea de la meritocracia como fuente de progreso personal y nacional que posturas indolentes como la citada, más allá del cínico pragmatismo. La tarea de modernización del Estado asume aquí, pues, no sólo un carácter de puesta al día socio-económico indispensable para hacer más eficiente el uso de los recursos tributarios que el Estado asigna con tanta ineficacia política (varios miles de millones de dólares anuales malgastados), sino también un carácter remoralizador del contrato social, tantas veces sobrepasado en los últimos años. Tal como señalara recientemente el ministro de Hacienda “es momento que nuestro Estado se modernice con foco ciudadano y mejor gasto público. Estamos trabajando en esa dirección”, afirmaciones que de conseguir éxito deberían constituirse en la tarea más visible y de largo plazo que el actual Gobierno puede dejar como su legado.

Es de esperar que, esta vez, los incumbentes en esta crucial materia pongan en “primera línea” los requerimientos urgentes de la ciudadanía, hagan los sacrificios de poder requeridos y aprueben las muchas veces dolorosas medidas que implica reajustar estructuras de un Estado que se quedó en su etapa preindustrial, para evitar así que, en lo sucesivo, una crisis que hoy se asume de Gobierno -o del conjunto de la clase política-, no se transforme, en definitiva, en la temida crisis del Estado señalada por Lagos y que, así, no haya luego constitución actual ni futura capaz de recomponer la ya muy deteriorada trama social de Chile. (NP)

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