Editorial NP: Chile, una “democracia plena” y participativa

Editorial NP: Chile, una “democracia plena” y participativa

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Si Chile logra superar la actual crisis social que lo sacude desde hace más de 100 días mediante los instrumentos que le entrega el sistema democrático liberal republicano, las perspectivas del país son más que auspiciosas y, probablemente, el 18-O termine siendo históricamente el punto de inflexión entre una nación que ha luchado por más de dos siglos contra el subdesarrollo y la pobreza, y otra que, Dios mediante, se levantará entre sus hermanos de la región como ejemplo de desarrollo democrático posible, humano, pacífico y sustentable.

En efecto, el impacto de las manifestaciones y desordenes iniciados en esa fecha ha tenido consecuencias en la dirección y ajustes de la ruta que el país ha seguido en las últimas décadas. Pero si se las compara con explosiones de protestas en otras naciones, que, realizadas en tiempos y circunstancias incluso de menor tensión, han derivado en caídas de gobiernos y tristes lamentos por centenares de muertos, heridos y graves violaciones a los DD.HH. que superan con largueza lo ocurrido hasta ahora en Chile, su democracia ha mostrado una inusual fortaleza.

Más allá del hecho que, originalmente, y ante la sorpresiva y violenta asonada inicial, la autoridad ejecutiva determinara implantar un Estado de Emergencia que, mantenido por corto período, suscitó serios resultados en muertos y heridos graves, la democracia chilena ha ido demostrando una enorme resiliencia y capacidad para enfrentar un desafío de orden público de proporciones históricas, hecho que tiene gran valía con miras al establecimiento de una democracia más madura y desarrollada según los cánones del siglo XXI.

Por de pronto, las dimensiones de este ataque contra la estabilidad democrática no tienen parangón en las últimas décadas: sobre 15 mil pymes saqueadas e incendiadas, mientras otras 40 mil fueron dañadas y debilitadas al punto de ponerlas en riesgo de no superar este año económico. Como consecuencia, más de 200 mil personas han perdido sus puestos de trabajo, cambiando dramáticamente la vida de decenas de miles de familias de las ciudades golpeadas por los disturbios. A mayor abundamiento, grupos anarquistas, de ultraizquierda y delictuales han llevado a cabo organizados y sistemáticos ataques contra hospitales y consultorios públicos, saqueado e incendiado iglesias, universidades y peajes, atacado y asediado decenas de cuarteles policiales, hiriendo a más de dos mil policías uniformados, seguramente en busca de una reacción de endurecimiento de las medidas de control del orden para, eventualmente, incrementar el número de víctimas que -como ya se ha anunciado- justifiquen una acusación internacional de violación sistemática de los DD.HH. por parte del Gobierno y la Presidencia y poner así fin por adelantado a su gestión.

La parsimonia y prudencia con la que el Gobierno y las fuerzas de orden del Estado han ido enfrentando los miles de eventos de descontrol que aún sostienen grupos violentistas antidemocráticos, no ha impedido que, en el choque callejero entre aquellos y policías encargadas de proteger el derecho del resto de la ciudadanía a circular y desarrollar sus actividades con normalidad, haya nuevas víctimas, tanto civiles participantes, como entre las propias fuerzas de Carabineros. Sin embargo, las dimensiones de estos hechos habrían podido ser proporcionalmente más graves en comparación con la cuantía, persistencia e intensidad de las agresiones, al tiempo que el proceso de paulatina atenuación de los desórdenes se ha estado llevando a cabo no sólo bajo  el control, supervisión y vigilancia permanente de instituciones y órganos del propio Estado democrático, sino de entidades externas, lo que otorga seguridades y protección de derechos ciudadanos constitucionales relevantes como los de expresión, opinión y reunión.

Esta defensa de libertades y derechos a expresarse pacíficamente -que no el intenso y extendido asalto contra la democracia de los violentos- ha impulsado evaluaciones internacionales que, como en el caso de la 12ª edición del Índice de Democracia 2019 elaborado por The Economist Intelligence Unit, ha hecho ingresar a Chile al selecto club de las “democracias plenas”, unas en la que vive apenas el 5,7% de la población mundial y de las que existen solo 22 en el mundo.

Como se sabe, estos estudios, iniciados en 2006, registran el comportamiento de la democracia a nivel global, clasificando a cada país dentro de cuatro tipos de régimen: “democracia plena”, “democracia defectuosa”, “régimen híbrido” o “régimen autoritario”. Respecto de Chile, el informe reconoce que “la escalada de disturbios en 2019 fue dramática. Pero (el país) tiene una larga tradición de estabilidad, y la magnitud de los disturbios a fines de 2019 fue un shock”. Sin embargo, precisamente “debido a la disposición de la gente a salir a la calle, Chile mejoró su puntaje en la categoría de participación política y pasó de una ‘democracia defectuosa’ a una ‘democracia plena’”.

Este nivel de participación política, por lo demás, debiera ir en paulatino incremento, luego que, tras las manifestaciones pacíficas a las que han concurrido millones de personas para visibilizar sus particulares demandas en las más variadas áreas de la actividad de una democracia plural y abierta, los partidos políticos llegaran a un acuerdo que permitiera aislar a los violentistas y generar así el clima de orden interno indispensable para iniciar un proceso constituyente.

Como se sabe, este se iniciará con un plebiscito de entrada en el que los ciudadanos deberán pronunciarse por las alternativas “apruebo” o “rechazo” redactar una nueva constitución. Sea cual fuere el resultado, lo previsible es que el país vivirá momentos de reflexión sobre el país que se quiere, tanto si gana el “apruebo”, como si triunfa el “rechazo”, pues, en este último caso, igualmente se encarará un proceso de reformas profundas a la actual carta, hecho que debería mejorar el nivel de información política y económica, especialmente de algunos más jóvenes, propensos a adquirir ideas “rebeldes” críticas o contrarias a la democracia liberal republicana, producto del desconocimiento de sus virtudes respecto del resto de los otros sistemas de gobierno.

Se trata de una tarea en la que los partidos políticos democráticos están en deuda, tal vez consecuencia de la “ley de hierro de la oligarquía” de Michels, que, como se sabe, tiende a expresarse en los grupos sociales en la medida que resulta menos complejo y más eficiente operar con menor cantidad de contradictores cuando de mantener el poder político social se trata. Una mayor participación ciudadana complica la gestión de las élites a cargo, haciendo menos atractivo atraer a más personas a la labor de conducción y la toma de decisiones.

Así y todo, el proceso que viene -que se espera se realice en momentos en los que el desorden social vaya ya en franca retirada, gracias a un avance decidido de la agenda social acordada- permitirá desmitificar errores políticos y económicos sostenidos porfiadamente y que, por ejemplo, dan pie a tantos calificar el actual Estado como muy débil y al modelo de “neoliberal”, apreciaciones que solo son posibles mantener con propósitos ideológico partidistas o por simple ignorancia respecto de los alcances del citado sistema, del cual, por lo demás, Chile se ha ido alejando ya largamente.

En efecto, los cinco Gobiernos socialdemócratas y socialcristianos de los últimos treinta años han realizado democráticamente profundos ajustes al sistema económico y social y, por ejemplo, mientras en 1999 el gasto fiscal se elevaba a unos US$ 36,5 mil millones, en 2018, el gasto total del Estado ascendió a unos US$ 62,6 mil millones en moneda de igual valor, es decir, la presencia social y económica del Estado aumentó en 70% real en 10 años, período en el cual la población creció menos de 10 %.

A mayor abundamiento, en ese lapso, el gasto general en Educación se incrementó en 144 % y solo la universitaria lo hizo en 280 % con un subsidio por estudiante de casi $25 millones para otorgar gratuidad. El gasto en salud, en tanto, creció 101 % y los servicios de policía un 117%. Cabe recordar que, durante el 1989, el Estado gastaba en Salud unos US$ 1.150 millones, cifra que implica que, en 30 años, dicho gasto creció más de diez veces en términos reales. En Educación, a su turno, el gasto aumentó 8,5 veces, al tiempo que, en los mismos 30 años, el gasto total del Estado se multiplicó más de 4 veces, mientras la población no alcanzó a duplicarse. Y de los US$ 74 mil millones del presupuesto actual, casi el 40% está destinado a Salud y Educación, cifras de gasto estatal que no corresponden a un país “neoliberal” precisamente.

Sea que los chilenos y chilenas se vean abocados a la redacción de una nueva carta o a una reforma de la actual, la modernización y ajuste del Estado a las exigencias de la nueva sociedad de la información es, pues, una tarea ineludible. La ciudadanía, a pesar del notable aumento del gasto social, ha sentido que el Estado y la política -que lo administra- no ha cumplido sus promesas, labor ni propósitos y ha reclamado en las calles por educación de calidad, salud digna y mejores pensiones, entre otras demandas, objetivos para los cuales sectores políticos han seguido presionando por aún mayor gasto, sea vía endeudamiento o más impuestos a los ricos. En esta brega unos privilegian el crecimiento “para redistribuir mayor riqueza”, mientras otros priorizan la redistribución, “aunque importe mayores esfuerzos tributarios” a ciudadanos, que, por lo demás, ya trabajan tres meses del año para pagar esos impuestos a través de los cuales se realiza la solidaridad con los menos afortunados.

Ingratamente pocos, hasta ahora, ponen énfasis en la cada vez más indispensable reingeniería y puesta al día de un Estado que, por ejemplo, en 1995, su Ministerio de Salud tenía 67 mil funcionarios y que hacia fines de 2018 ya se elevaban a 175 mil. En igual período, su Ministerio de Educación pasó de 9.200 funcionarios a 37.500, mientras la cantidad total del personal civil del gobierno central (excluyendo las municipalidades) creció de 130 mil funcionarios en 1995 a 367 mil el 2018, al tiempo que las remuneraciones públicas superan en varios ámbitos a las del sector privado, como bien lo saben los propios parlamentarios. Se trata de un Estado, en fin, cuyos crecientes costos recaen pesadamente sobre los contribuyentes, pero que sus servicios son, con pocas excepciones, de deficiente o discutible calidad. Como se ha dicho, la sola revisión de los más de 560 programas sociales -muchos de los cuales están mal evaluados- podría implicar ahorros por unos US$ 4 mil millones al año, que se pudieran destinar a las necesidades de hoy, aunque, esta vez, dando prioridad a quienes realmente lo requieren con urgencia.

Es decir, más allá del proceso constituyente, cuyo objetivo central sería relegitimar el pacto social que nos une con el objetivo de perfeccionar la democracia liberal republicana plena, Chile tiene por delante aún enormes desafíos, tanto de gobernabilidad democrática, como de gestión pública, condiciones sine qua non para recuperar las confianzas en sus conductores políticos y legitimidad de mando. Si, además, se consigue un contrato social validado y respetado por todos y se rediseñan las estructuras de poder y de participación ciudadana en la actividad pública, se reducirá el riesgo de que, en lo sucesivo, las tensiones subyacentes, no asumidas ni por los partidos, ni las instituciones pertinentes del Estado debido al respectivo ensimismamiento, las demandas insatisfecha vuelvan a expresarse con violencia. Se irán así cerrando las actuales fisuras a través de las cuales se cuelan violentistas antidemocráticos de variada extracción con la excusa de un supuesto apoyo a dichas demandas, pero cuyo objetivo final es la toma del poder y la instalación de un gobierno totalitario.

Una carta reformada o una nueva relegitimadas, que cuide con igual pertinencia y claridad las libertades y derechos que la actual protege; la modernización y profunda reingeniería del Estado, que mejore su eficiencia y eficacia, así como los vínculos entre éste y la ciudadanía que lo financia; la reasignación del creciente, pero cada vez más ineficiente gasto fiscal, que permita que los recursos solidarios de los chilenos lleguen efectivamente a los sectores que lo requieren; y una discusión democrática, pacífica, franca, abierta, leal, y sin cartas arteras bajo la manga, que responda realmente a los intereses ciudadanos y consolide nuestra democracia plena mediante una mayor participación e incidencia ciudadana con nuevas ideas y frescor revivificante que abra rutas hacia el desarrollo y un país verdaderamente grande, son desafíos que conforman el relato épico hasta ahora ausente de la política demócrata nacional y que debería convocar a los chilenos, con generosidad, voluntad y afecto connacional, a construir una nación como la que soñaron tantas generaciones anteriores y que, como Moisés y la Tierra Prometida, nunca pudieron alcanzar. (NP)

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