Editorial NP: “Cerrojos”: paradoja democrática

Editorial NP: “Cerrojos”: paradoja democrática

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La aprobación por parte de la Comisión de Normas Transitorias de la Convención Constitucional de un quorum de 2/3 para reformar la Carta Magna en el período legislativo actual y hasta 2026, impulsado por el convencional Fernando Atria y otros, ha provocado un horizontal rechazo de políticos, especialistas y ciudadanía en general, tanto por su incoherencia y “formalismo”, como por su evidente debilidad constitucional y política en sus posibles impactos tras su eventual aprobación por el pleno.

En efecto, los quorum, cuyo origen etimológico se encuentra en la palabra latina praesentia suffícit que se traduce como “cuya presencia es suficiente”, tienen el doble significado de “cantidad de miembros que deben estar presentes en una institución (Congreso) o grupo para que este pueda reunirse y tomar decisiones válidamente adoptadas” y/o “la cantidad o proporción de firmas/votos/votantes necesaria para la realización de un acto electoral, votación, su validación o alcance de un resultado final efectivo”.

Como es evidente, en el presente caso, la propuesta de llevar el quorum al nivel supramayoritario aprobado por la comisión se refiere más bien a su segunda acepción, es decir, al número o proporción de votos necesarios para la validación de eventuales reformas a la nueva carta por parte del actual Congreso Nacional si ella fuera aprobada en el plebiscito de salida por una mayoría ciudadana simple en los comicios del 4 de septiembre próximo.

La primera derivada de esta particularidad del sistema de decisiones democrático es que los quorum tienen como propósito asegurar la participación o concurrencia mínima de los integrantes de un órgano para que deliberen y decidan, avalando así la representatividad de sus determinaciones, aceptado, eso sí, que cuando un grupo, órgano, organismo o institución aprueba algo, lo que se busca es hacerlo de modo que aquello permanezca en el tiempo y/o contar con ciertas mayorías que den garantías de estabilidad a la decisión.

Una segunda se refiere al hecho que el quorum busca garantizar el acuerdo de una cierta mayoría de los partícipes en el órgano frente a asuntos que atañen al conjunto, obligando así a las fuerzas e intereses representados a negociar para reunir los votos necesarios y conseguir el quórum exigido, al tiempo que, mientras más incidentes o relevantes sean las decisiones que pudieran adoptarse por estos representantes, el quorum necesario al efecto obligue a las más amplias convergencias, favoreciendo así su proyección y estabilidad en el tiempo.

Llevados estos objetivos técnicos del quorum a la discusión sobre la aprobación de una nueva ley fundamental que afectará la vida del conjunto de la ciudadanía y si la nueva carta contiene en sí misma cierta prelación de derechos sociales o jerarquías relativas a la conformación institucional de los diversos poderes del sistema político en materia de autonomías, dependencia y/o mandatos, pareciera consistente que los quorum para validar o reformar sus normas, sean también en cantidades o proporciones diversas, según la importancia e impacto político social de la validación o cambio de esas reglas.

Ingratamente, de lo que hasta ahora se conoce como borrador, no se observa tal prelación ni jerarquías, muchas de las cuales, dada la imposibilidad de acuerdos en la Convención, quedaron remitidas a su clarificación mediante leyes que deben ser evacuadas por el actual Congreso, razón por la que, probablemente, los convencionales partidarios de los 2/3 formularon la norma a tabula rasa y, en consecuencia, dicho quorum sería necesario, tanto para reestablecer, por ejemplo, un desequilibrio en cuestiones tributarias, como para terminar con el carácter plurinacional o democrático social que otorga al Estado la actual redacción.

El Gobierno, que mira el proceso a más largo plazo que los convencionales Atria et al, pues aquellos terminan su trabajo el 5 de septiembre, ha puesto luz de alerta a la proposición aprobada por la Comisión, expresando su punto de vista públicamente, de manera de advertir al pleno los problemas que una decisión coyuntural de esta naturaleza puede ocasionar a posteriori a la administración y ha declarado ser partidario de los 2/3 solo en los casos que, para efectos de reformas, prescribe el propio borrador (v.gr. sistema político o derechos sociales) y que el resto debe aprobarse o rechazarse de acuerdo al criterio de mayoría parlamentaria simple que la propia carta propone. Es decir, ni constitucional, ni técnica, ni políticamente, la propuesta de Atria et al pasa el examen

Así, tanto convencionales de izquierda como miembros del actual Gobierno han quedado entrampados en sus propias ideas, palabras y propuestas, mostrando así las incoherencias e inconsistencias observables en el borrador que los chilenos deberemos aprobar o rechazar el 4 de septiembre, al tiempo que, expresada la norma como lo hicieran Atria et al en materia de tiempos de aplicación, emerge otro tosco voluntarismo al intentar que dicho quorum supramayoritario para reformarla o ajustarla, rija solo entre el 5 de septiembre y las elecciones generales que la nueva carta propone para el Congreso de Diputadas y Diputados, Cámara de las Regiones y Presidencia de la República en 2026. Esperan, se supone, que, en esos comicios, la voluntad ciudadana ofrezca un mejor escenario que el actual vigente en el poder legislativo, prácticamente empatado, de modo de salvar las previsibles dificultades para conseguir las mayorías necesarias y comenzar -ahí sí con mayoría simple- a transformar los conceptos constitucionales en nuevas leyes de la república.

De allí, pues, la natural aprehensión de lo que un ministro llamara peligro de “letra muerta” para la carta en redacción, en el evento que el proceso de “aterrizaje” de sus normas pudiera tener una previsible demora de años; y, por cierto, la manifestada por Atria et al sobre un borrador que queda en manos de un Congreso esquivo, en el que no tienen mayorías y en el que muchos de sus parlamentarios ya han adelantado juicios críticos al nuevo texto, apuntándolo, en los casos menos reactivos, con el admonitorio slogan de “aprobar, para reformar”.

Tras la mala nota y ácidas invectivas horizontales a la propuesta, Atria et al han relativizado su punto afirmando, incluso, que aún no adoptan una decisión definitiva al respecto en el pleno y han intentado explicar su postura de exigencia supramayoritaria, aplicable solo entre el 5 de septiembre y las elecciones de 2026, señalando que se busca que los preceptos redactados, antes de ser modificados por el constituyente derivado, puedan, al menos, ser observados en funcionamiento, porque, en caso contrario, el Congreso estaría incurriendo en una práctica “contra-democrática”.

El argumento formalista muestra no solo una vocación implícita de imposición y burda búsqueda de poder por parte de sus promotores, sino una debilidad sustantiva, en la medida que los quorum, como vimos, no tienen como objetivo impedir reformas que la dinámica de los tiempos pudieran hacer necesarias de modo inmediato y hasta sorpresivo para un país (como nos enseña el caso de los Estados de Excepción) sino, al revés, conseguir mayorías estables en torno a reglas del juego que se consideran fundamentales, razón por la que las constituciones exigen quorum altos para reformar áreas que el conjunto social consideró significativas en su momento y más bajos respecto de otras cuya jerarquía jurídica es de inferior entidad. Asimismo, cuidan con celo evitar que esas mayorías circunstanciales puedan llegar a imponer “dictaduras mayoritarias”, poniendo en marcha órganos contra-mayoritarios que, como la nueva Corte Constitucional (o el ex TC), son los encargados de interpretar sus contenidos, teniendo como foco los derechos de quienes pudieran ser afectados por decisiones coyunturales de esa mayoría circunstancial -la verdad no es necesariamente un asunto de mayorías- como las que, por lo demás, ya se han observado en la propia Convención con su “clausura” de posiciones expresadas por sectores de derecha, o las que la propia izquierda acusó y reclamó por años respecto de la carta de 1980.

Desde luego, el intento de Atria et al en la Comisión de Normas Transitorias, de vetar cualquier reforma a la carta en el Congreso actual y, además, hacerlo por un lapso de supuesta “instalación” que coincide con el del actual Gobierno, es paradojal, especialmente viniendo de sectores que lucharon por derogar la actual carta, en la medida que pone candado a la libre expresión de una institucionalidad democrática revalidada hace poco, mediante un tipo de cerrojo que ha sido históricamente rechazado, aunque, efectivamente este sea distinto al de los 2/3 consagrados en la Constitución de 1980, como señalara otro destacado constitucionalista, pero por razones distintas a las por él expuestas.

En efecto, se confunden en esa apreciación dos planos: el del origen de la carta, el que, como parece haber amplia coincidencia, no solo se trataba de un contrato social asimétrico, protegido por los citados quorum supramayoritarios, senadores designados, inamovilidad de los Comandante en Jefe, Consejo de Seguridad Nacional, entre otros que, por lo demás, fueron desapareciendo en los “desdichados 30 años”, sino que, en su ejercicio, ya había cumplido largamente su función, tras haber sido reformada en 257 ocasiones y sin que los malhadados cerrojos de la “Constitución de Pinochet” pudieran impedirlo.

Los propuestos 2/3 del candado para reformar el actual borrador, en cambio, contarían con la legitimidad de provenir de una Convención elegida democráticamente -no obstante imposiciones posteriores al acuerdo del 15 de noviembre, como los cupos reservados a PP.OO. y paridad de género- en un plebiscito que, empero, sancionó con el 79% de los votos que ciudadanos distintos al Congreso fueran quienes, en Convención autónoma, redactaran el nuevo cuerpo legal, dejando indiciariamente fuera de esa relevante misión la experiencia de casi toda la clase política de la época, al tiempo que, la eventual aprobación de esas normas en el pleno y luego en el plebiscito, se constituiría en la evidencia más palmaria de que, efectivamente, era la clase política anterior el cerrojo más duro frente a los cambios que esta nueva generación, expresada en la Convención y el Gobierno, mostraría se podían llevar a cabo.

Así y todo, es tal hecho el que parece explicar buena parte de sus resultados e insuficiencias que permiten ahora prever un ríspido y complejo proceso para su eventual ejercicio y aplicación, pues se presenta sin muchas más explicaciones que la búsqueda una refundación nacional sustentada sobre la destrucción del modelo “neoliberal” y otra estructura de poder político, pero cuyas posibilidades de éxito gubernativo están cada vez más en dudas, al encarar mediante normas ultra petita poderes políticos y de facto que, más allá de las simpatías que sus intereses provoquen, forman parte de la actual estructura social y que, se supone, una carta magna también debería considerar.

Distinto, también, porque mientras la Constitución de 1980 fue consecuencia de un largo proceso político social que, iniciado en 1925, casi culmina en una guerra civil ante la incapacidad de su clase política de converger en un proyecto común de país, la del 2022 es resultado de otro proceso que copó las décadas de mayor desarrollo económico social de su historia, pero que, tras el golpe al crecimiento iniciado por la crisis subprime, culminó con la explosiva coacción de semanas de desórdenes callejeros y que, entre el 18 de octubre y el 15 de noviembre, obligó a las elites partidistas, no solo al acuerdo de ese día, sino a la entrega de la Constitución de 2005 como ofrenda propiciatoria.

Chivo expiatorio de un momento en el que, no habría que olvidar, según un estudio basado en A.I. realizado por el especialista César Hidalgo, la ciudadanía alegaba como prioridades al menos 87 demandas económico sociales e identitarias distintas a la convocatoria de la Convención, y que, tras el develamiento de lo que dicha asamblea ha terminado plasmando, su representatividad se ha ido deteriorando por la persistente ceguera político partidista a esas exigencias ciudadanas a igual ritmo que la adhesión con la que asumió el actual Gobierno, amenazando nuevamente con polarizar, en vez de reunir, y en el que las acciones de los incumbentes -como es el caso del candado de los 2/3- se parecen más a ese impulso malsano y antidemocrático que busca imponer y/o defender trincheras, más que a la cacareada construcción de “la casa de todos”.

La triste historia de divisiones vividas por los chilenos, por sobre las distintas causas que tantas veces, con justicia, las han provocado, nos muestra que, a pesar de todo, el país ha sabido sortear con más o menos suerte, dolores y tragedias, sus diversos trances. Así, ha arribado hasta la actual encrucijada en la que, afortunadamente y por primera vez en sus más de dos siglos de existencia, el país presenta una gran masa crítica mayoritaria de ciudadanos que, habiendo salido de su fase pos colonial agrícola y preindustrial e integrándose decididamente a la modernidad capitalista liberal global, ya tiene incorporado culturalmente los conceptos de libertad, igualdad, solidaridad, de Estado unitario y de Derecho, división de poderes políticos, de un poder legislativo con sus respectivos contrapesos, de un único sistema judicial asentado en la igualdad ante la ley, derechos políticos y sociales, con elecciones periódicas, secretas e informadas, libre intercambio de bienes y servicios, emprendimiento, innovación y apertura comercial al mundo, protección de sus derechos humanos sociales e individuales y, en fin, el modo de vida de una democracia liberal moderna, plural, tolerante y abierta, cuya repudiada carta de navegación ha entregado autonomía para la edificación de los propios sueños de cada quien y acudido solidaria al llamado de quienes lo requieren.

Ha sido este modelo de vida, de relaciones ciudadanas normadas por leyes no discrecionales, democracia, libertades y equilibrios de poder político el que, con todas sus insuficiencias, nos ha transformado en faro atractor de millones de personas de América y el mundo que lo ven como una nueva tierra de oportunidades, pero que las normas propuestas por la carta a plebiscitar pretenden cambiar sustantivamente, mucho más allá de los ajustes que aquella casi unánimemente exigía.

Es de esperar, pues, que, por sobre posturas de “izquierda” o “derecha” -cuya caracterización para efectos de un contrato social amplio no es pertinente si se quiere “una casa de todos”-, los luchadores por la libertad emerjan por millones con energía volcánica como contrapoder que, democráticamente, permita a Chile reencauzar su ruta sobre los rieles de ese ya instalado sentido común y así seguir avanzando hacia nuestro pleno desarrollo social, cultural, político y económico; aquel que los padres fundadores, en ese 1810 criticado hoy por los decolonialistas redactores del texto, ensoñaron para esta apartada Capitanía hispana y que hiciera afirmar a Ercilla que “su gente es tan gallarda, soberbia y belicosa, que no ha sido por rey jamás regida, ni a extranjero dominio sometida”. (NP)

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