Editorial NP: 18-O, ¿Condición para el acuerdo?

Editorial NP: 18-O, ¿Condición para el acuerdo?

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El país recuerda hoy el segundo aniversario de la asonada del 18 de octubre de 2019 cuyo trágico desenlace fue de 32 fallecidos; 12.550 heridos, de los cuales 3.400 fueron hospitalizados -1.980 heridos con armas de fuego y 347 con serias lesiones oculares-, así como 2.000 carabineros lesionados en distintos grados y 8.812 detenidos, muchos de los cuales continúan en sus respectivos procesos judiciales.

La furia destructiva impulsó al Gobierno a la aplicación, en la madrugada del 19, del estado de emergencia en las comunas del Gran Santiago y toque de queda a partir de esa noche. Pero la amplificación de los desórdenes hacia otras grandes ciudades, como Valparaíso, Concepción, Arica, Iquique, Antofagasta, La Serena, Chillán, Temuco, Osorno, o Punta Arenas, recomendó a las pocas horas extender la emergencia a otras regiones y para el 23, el estado de excepción constitucional estaba declarado en quince de las dieciséis capitales regionales.

Las pérdidas económicas llegaron a unos US$ 3.300 millones -cuánta falta hacen hoy día-, considerando daños a la propiedad pública y privada, incluido el Metro de Santiago, que sufrió destrucción en más de un centenar de estaciones, al tiempo que se perdían unos 200 mil puestos de trabajo. El peso mostró lo que la violencia e incertidumbre provocada hacen sobre el valor de la moneda fiat, elevándose respecto del dólar desde los $700, previo a la crisis, a un máximo de casi $840 a mediados de noviembre. El conjunto del golpe, en conclusión, restó más de un punto de crecimiento económico para el país entre 2019 y 2020.

Nada hay, pues, que celebrar, aun con el imaginativo esfuerzo de resignificación de los crudos hechos con esa supuesta virtud épica de “estallido social” que “generó las condiciones de los cambios”, un discurso que valida la violencia dependiendo de su propósito y pone en línea de legitimidad otros actos de fuerza que los propios emisores repudian hasta hoy. Un golpe detonado, según se suele decir, por un alza de 30 pesos en la tarifa del ferrocarril metropolitano o la subsecuente aplicación de la Ley de Seguridad Interior del Estado contra quienes cometieron extensos daños a la propiedad pública y privada, saqueos de negocios e incendios de museos e iglesias.

Furia destructiva que anida en la tensión de décadas de duro trabajo de reconstrucción de una casa ya antaño incendiada, con sus propios muertos, desaparecidos, heridos y traumas; de esperanzas democráticas y meritocráticas redivivas y nuevas libertades profundizadas “en la medida de lo posible”; de viejos representantes elegidos y nuevos millonarios que “cuentan plata delante de los pobres”, pavoneando sus éxitos; de infaustos develamientos y bruta exposición de miserias morales de los que han sobrevivido con “malas prácticas” en el combate contra gigantes globales y de una tropa exánime, desencantada y agobiada por la traición de sus representantes coludidos con el poder del dinero y amenazantes deudas contraídas para cumplir los sueños prometidos. Extenuación expresada en ira restauradora, manifestada en el miedo a perderlo todo, de retornar a la pobreza de origen debido a un contrato al que sus lideres atribuyen la injusta posición de esa inmerecida angustia.

¿Se justifica, entonces, en democracia, estimular a quemar y destruirlo todo, incentivando el “odio implacable hacia el enemigo (que) nos impele por encima y más allá de las naturales limitaciones del hombre y nos transforma en una efectiva, selecta y fría máquina de matar”, como declarara hace décadas Ernesto “Che” Guevara? ¿No resulta, acaso, un delirante contrasentido reclamar libertad contra la opresión del inmoral o el malo, sentando sus bases en esa esclavitud dialéctica que encadena al justiciero con la eterna polarización de su relato frente al opresor abominado? ¿Puede, así, la violencia ser un arma efectiva para generar los reales cambios deseados?

“Cuando los hombres eran libres e iguales, nadie se sentía seguro de los demás. La vida era breve y el miedo inmenso. Ninguna ley protegía a nadie de la agresión. Todo el mundo desconfiaba de todo el mundo, y de todo el mundo tenía que protegerse”. Así inicia su “Tratado sobre la Violencia”, Wolfgang Sofsky, aludiendo a esa ensoñada y supuestamente paradisíaca libertad originaria y que, proyectada al presente, con la visible expansión de agresividad y autotutela, emerge como indicador de los grados de libertad que mutan en libertinaje y que hacen necesaria la presencia del árbitro. Por eso, la especie ha ido paulatinamente renunciando a ella y entendiendo a estocadas de horror que “solo el contrato que obliga al respeto recíproco, crea la condición de posibilidad de la vida social”.

Es cierto, las nuevas generaciones podrán alegar que no participaron del acuerdo que hoy rige. Que sus firmas no están inscritas en él, porque ni siquiera habían nacido. Que fueron sus padres y que habrá que redactar otro nuevo para terminar con el que se les impuso. Pero no debería caber duda que, cualquiera sea el emergente convenio social, deberá precavernos contra la violencia, renunciando todos a ella, sea como agresión o autodefensa. Porque, si de justicia y derechos humanos se trata, tanto el nuevo como el viejo acuerdo deben evitar el linchamiento del abusador o la aparición del justiciero que pone orden propio disparando a los revoltosos. Justificar esa violencia sin apelación imita a la conducta del golpeador de mujeres que afirma que “de otro modo no hace caso”.

Renunciando a la agresión o autotutela, se traspasa esa fuerza al Estado que la institucionaliza, empleándola mediante profesionales encargados de administrarla y regidos por leyes reflexionadas democráticamente que la enrutan y moderan.

La violencia es temida porque engendra el caos. Pero el orden también hace lo suyo. Fundado en el miedo a la violencia, el orden usa la fuerza, suscitando temor al castigo legitimado y proporcional. El miedo a la violencia -más allá de los proclamados instintos gregarios o productivos- es, pues, lo que sustantivamente une a los hombres, buscando protección mutua. No hay, por consiguiente, contrato posible sin árbitro que lo regule y “sin el miedo y protección de la espada” (potestas). “La regla exige vigilancia; la norma, sanción”, profundiza Sofsky.

Y es que la experiencia de estos pocos años -sin necesidad de recurrir a la historia- muestra, infaustamente, que “no es posible confiar en los valores” que los hombres declaran, porque aquellos “no son menos discutibles que las normas que fundamentan”, como, por lo demás, hemos visto reiteradamente en las rudas polémicas ocurridas durante el proceso de instalación de la Convención Constitucional cuya discusión de fondo, además, se iniciaría hoy, conmemorando la barbarie del mismo día de hace dos años y que un amplio grupo de convencionales aprecia como detonante de los cambios, así como del término de la vieja república.

De allí que, “al contrato social sigue el contrato del poder. El monopolio de la violencia debe compensar la irresolución moral y poner trabas al perjurio”. Así, un temeroso convencional progresista y crítico de las actuaciones de Carabineros, enfrentado a una contramanifestación de iracundos apoderados, se escuda tras ellos para encararla; la agresión a otra, en Plaza Baquedano, es templada por esa misma detestada policía; y una convención, con arrestos originarios, se ve impelida a pedir protección del Estado para sus constituyentes amenazados por la violencia callejera y/o virtual anómica.

Por eso, en democracia, “los hombres deponen las armas y encargan a sus representantes la creación de un orden”, un orden que, si es plural, abierto y diverso, importa siempre negociación de poderes y, por consiguiente, concesiones de ciertos ámbitos de libertad para converger y así ganar otros. De lo que se trata es que, en el desacuerdo irresoluble, se evite recurrir a la ultima ratio y se encare la alternativa de “la fuerza sin apelación para la víctima y sin normas suprapersonales de responsabilidad y de regulación para el victimario”, como dijera el filósofo chileno Jorge Millas.

Entonces, si algo hubiera que recordar hoy, tras respetuoso minuto de silencio por todos quienes perdieron la vida y acompañando espiritualmente a quienes aún sufren con los resultados de esa explosión irracional de violencia, sería reflexionar sobre tales exabruptos y, en especial, sobre la evidencia de que, una vez desatada, la violencia ya no es regulable, como bien reiterara A. Einstein y como lo han experimentado algunos propios líderes y dirigentes azuzadores de tempestades.

Ofende pues, al buen juicio, interpretar estos cambios en marcha como resultado de dicha violencia, a no ser que se subentienda como producto del inevitable miedo a ella, argumento que, entonces, transforma al 18-O en un mero chantaje, una muy mala manera de iniciar una negociación. Desde una perspectiva democrática, afirmarlo no solo es desvergonzado, sino un relato pobre y unilineal. Una ramplonería intelectual que evade la complejidad en tiempo y espacio de los fenómenos históricos, así como la indispensable honestidad -tan proclamada hoy- con los principios de la libertad, justicia y solidaridad.

Digámoslo fuerte y claro. El inicio de la nueva fase democrática -si es que avanzamos hacia su perfeccionamiento y no a su destrucción- se debe a la voluntad de esos millones de personas que se reunieron pacíficamente el 25 de octubre, quienes, con mesura y pundonor, expresaron sus demandas, provocando la inflexión que hizo fuerza en elites políticas, sociales y económicas sobre la necesidad de sacar el contrato de la caja fuerte y revisarlo para ponerlo al día según las nuevas condiciones que el fenómeno social expuso. Fue, en definitiva, esa masiva negación de la violencia la que hizo salir a la calle a los tranquilos y detener a los exaltados, evitando así la profundización del uso de su fuerza anómica y exigir a las dirigencias un acuerdo por la paz o, en fin, elegir otras nuevas que, con más o menos suerte, los escucharan.

Un acuerdo, que empero, ciertos sectores de la clase política y en particular quienes se asumen vencedores de la justa democrática que llevó a la elección de la convención constitucional insisten en abordar como avasallamiento de otros, avanzando en la redacción de una carta que, instalada sus eventuales nuevas reglas, compela, desde sus intereses -ahora por fin transformados en leyes y normas- la voluntad de minorías coyunturales, reponiendo el uso de la violencia de Estado de la que hoy abjuran. Una victoria tal, contagiada por ese especial momentum emocional, presagia otro inevitable y permanente conflicto entre los nuevos poderes y quienes no queden debidamente interpretados, lo que, nuevamente, arrastrará, más temprano que tarde, a la violencia.

La democracia como sistema de ordenamiento político basado en la elección periódica de sus representantes, la división de los poderes de administración, legislación y justicia, en un comportamiento social regido por el imperio de leyes acordadas por mayorías, con respeto a las minorías circunstanciales y el monopolio de la fuerza al servicio de ese orden, tiene como objetivo central la resolución de los naturales conflictos entre las personas y grupos, de modo pacífico, evitando la emergencia de la violencia sin apelaciones, siempre a flor de piel (como lo muestran los diarios robos, asaltos y grescas callejeras que la TV difunde) y cuya expresión no parece evitable sino merced a ese poder moderador de la espada y una fuerza institucional obediente de las normas y obligada a actuar en defensa de aquellas.

Recordar la violencia en su expresión más atrabiliaria, impersonal y sin sentido, como violencia que se basta a sí misma para reproducirse, sin propósitos ni objetivos, es pues una oportunidad para reiterar su amenaza indeleble que, como aliento de lobo, sopla siempre sobre nuestros cuellos y que, inmoderaciones, relatos o excusas para justificarla, solo ayudan a agudizarla. Recordarla, pues, paradójicamente, hasta que desaparezcan de la memoria y lenguaje de elites y pueblos, aislando a esos profetas armados y encadenados a su propia lucha interior contra enemigos difusos que, como fantasmas de pesadilla, incitan sus miedos, enervándolos, y que, dando vueltas a la tuerca de esa indeseada vulnerabilidad, la suelen enaltecer como “partera de la Historia”. (NP)

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