Si alguien preguntara qué ha cambiado en la vida social chilena el último tiempo (último tiempo es la vaga expresión que lo define, puesto que algo ha cambiado, pero es difícil precisar la fecha) la respuesta no sería relativa a la pandemia, porque esa amenaza la padecen hoy todos los seres humanos; tampoco la revuelta de octubre que, con el debate constitucional, es de esperar, se canalizará; menos el desguace de los fondos previsionales que no seguirá, puesto que ya casi no le quedan a quienes anhelarían retirarlos; tampoco la concentración de elecciones que hasta ahora cifra esperanzas en la lectura veloz; ni el debate sobre las pensiones que, a pesar de que lleva un año es como si recién comenzara; ni menos la cuestión constitucional, algunos de cuyos candidatos parecen más interesados en ser electos que en tener algo que decir si lo lograran.
No, nada de eso.
Lo que ha cambiado, al menos desde que se recuperó la democracia, es la previsibilidad de la vida cotidiana.
La vida social funciona bien, o relativamente bien, o más o menos bien, o siquiera de manera soportable, cuando usted sabe a qué atenerse, cuando usted sale por la mañana y tiene la certeza, o cree tenerla, que la violencia no se interpondrá en su camino, que una bala loca no aparecerá por allí, que no padecerá un portonazo, que el crimen será una rareza, que quien camina al lado suyo de pronto no le arrebatará el celular cuya llamada en ese momento comienza a responder. En suma, cuando la sombra de incertidumbre que la siguiente hora tiende sobre ese momento en que sale de su casa disminuye en vez de aumentar. Y esto es lo que ha cambiado. Por supuesto hay que discutir por qué ha cambiado, en virtud de qué puede haber ocurrido, qué causas lo han desatado; pero el hecho es que ha habido un cambio. En algunos barrios de Santiago -en todos, pero es más grave en los más pobres- la gente no sabe muy bien a qué atenerse, o sabe a qué atenerse, pero eso que sabe le provoca temor y le provoca angustia. Sabe, por ejemplo, que la fuerza no está solo en manos de la policía sino también de bandas, sabe también que caminando por la calle le podría ocurrir ser repentinamente asaltado o que, como acaba de suceder, una bala o tres acaben con una vida o, como pasó esta semana, con dos niños y casi con tres. Es verdad que toda esta sensación que la gente experimenta (sería mejor decir padece) puede estar siendo exacerbada por la televisión o por los matinales que ven en este crimen o en aquel la ocasión no para reflexionar sobre él o pedir cuentas a la autoridad, sino para montar un pequeño espectáculo (¿cuándo fue, pero esta es otra pregunta, que el periodismo dejó de ser reflexivo y se dedicó al show?); pero así y todo, y aunque exista alguna exageración de parte de los medios, el asunto tiene un fondo de realidad: ahí están los balazos, los incendios, los muertos (esta semana dos niños muertos y uno de meses malherido), el temor a los portonazos.
Por supuesto el asunto tiene múltiples explicaciones sociológicas y de toda índole, pero no hay explicación, teoría, experiencia comparada, índice de victimización, experto o experta, capaz de proveer seguridad y un mínimo de certeza en su vida cotidiana a quienes en los barrios periféricos o en La Araucanía, y a pesar de todas las explicaciones, ven cómo la policía es sustituida por grupos violentos a los que deben someterse, o son espectadores involuntarios de fuegos de artificio que celebran torcer por enésima vez la mano a la ley o constatan cómo sus negocios, o la ruina que queda de ellos, son destruidos sin que nadie haga nada por impedirlo. Porque ese parece ser una de las dimensiones de este problema. No que no se logre impedirlo, sino que pareciera que nadie está dispuesto a hacer algo para lograrlo. No que no existan resultados, sino que no se observa o se observa poco, un esfuerzo real para alcanzarlos, como si lo que ocurre fuera inevitable y hubiera villanos por necesidad y los encargados fueran idiotas por obligación celestial, como si lo que ocurre ocurriera “por culpa de la luna, el sol o las otras estrellas”.
Hay ocasiones en que la vida social, también la vida personal es de suponer, queda desnuda y deja a la luz aquello en que se funda. Y esto último suele ser algo sencillo y más bien básico que se había olvidado porque sobre él se habían ido sobreponiendo otras múltiples cosas, reflexiones, quehaceres, proyectos, ilusiones que la adornaban o la envolvían hasta casi ocultarla. Hasta que de pronto un acontecimiento o varios hace que todas esas cosas, reflexiones, quehaceres, proyectos e ilusiones dejen paso a eso más bien sencillo y básico sobre que la vida se erigía y que estaba oculto bajo el adorno y el disfraz.
Esta semana ha habido tres acontecimientos de esos. Se trata de dos niños muertos y otro malherido a balazos. Ivan Karamazov dice que cuando muere un niño le brotan ganas de devolver su boleto al universo. Es hora de recordar que el Estado no puede devolver su boleto ni abandonar la escena, pero a veces se tiene la impresión -ojalá sea solo una impresión causada por el show de noticias- que esa es la actitud que está poco a poco adoptando. (El Mercurio)
Carlos Peña