Dos deudas

Dos deudas

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De esto no vamos a salir sin deudas, eso es claro. Aún no se sabe cuántas, pero ya hay dos meridianamente claras. La primera es la más urgente: la deuda con los trabajadores invisibles cuyas figuras han salido de la sombra para sostenernos en la emergencia. Quienes mejor los representan son los de la salud —en buena parte mujeres— que están literalmente arriesgando la vida por los enfermos. Pero no son los únicos. Están todos aquellos cuya actividad es indispensable para que el edificio social se mantenga en pie. Me refiero a los trabajadores que operan los servicios básicos: energía, agua potable, transporte, orden público, telecomunicaciones, limpieza, penitenciarías, supermercados, servicios financieros. Los trabajadores que mantienen funcionando los servicios públicos o cuidan a niños, adolescentes, jóvenes, ancianos y enfermos. O los trabajadores que, a pesar de los cuidados, han asumido los riesgos y han mantenido en marcha la economía, la minería, la agricultura, la industria forestal, la salmonicultura, la alimentación, el comercio y así por delante.

¿Por qué esas labores reciben una retribución tan mezquina, y la parte más generosa de la torta se la llevan funciones que, a la hora de la verdad, son menos irreemplazables para la continuidad de la vida humana? Las circunstancias por las que hemos pasado han vuelto transparente que hay algo que está profundamente mal en la jerarquía de valores de nuestras sociedades.

No basta con un reconocimiento simbólico, ni con erguirlos en héroes: de la deuda acumulada con los trabajadores encargados de la producción material, de los servicios, del cuidado, no podremos darnos por desentendidos en el orden poscoronavirus.

La segunda deuda es aquella que están contrayendo las instituciones de todo tipo para mantener el buque a flote durante la tormenta, y adaptarse a este futuro que ya llegó. Lo está haciendo el Estado, rompiendo las reglas que él mismo se había dado. Lo mismo las empresas, chicas y grandes. También las universidades, colegios, fundaciones. Ni qué decir las familias, que verán mermadas sus fuentes de ingreso y tendrán que acudir a sus ahorros para vivir, y si no los tienen o se agotan, a préstamos. Estas deudas en algún momento alguien habrá de pagarlas. No hay modo de evitarlo.

La sensación de tener la vida hipotecada acompaña a la inmensa mayoría de los chilenos. Pero desde ahora esto toma una envergadura y omnipresencia mayor. Muchos planes quedarán en suspenso, y otros simplemente se esfumarán. Habrá que ahorrar, sí, pero no para emprender nuevos proyectos, sino para pagar la deuda contraída. Con esto el pasado se volverá más presente. Y el futuro ya no será un terreno abierto donde se pueden depositar vastas ilusiones, sino un espacio turbio cercado por las obligaciones.

A los mayores esto no les afectará en demasía. Su vida ya está hecha, y se mueve por recuerdos antes que por ilusiones. Es distinto en el caso de los jóvenes. A ellos les tocará pagar la deuda que la humanidad está contrayendo en estos días para salvar la vida de los mayores. A ellos el futuro se les volvió de súbito más estrecho, y la existencia un camino más fatigoso.

Cuando los mayores dejan de ser quienes cargan con el deber de garantizar el bienestar de sus hijos, y son estos los que toman sobre sus espaldas la obligación de socorrerlos, ya no serán los padres los que recuerden a los hijos los sacrificios que han hecho por darles un mejor futuro, sino estos últimos quienes les recuerden a ellos que han hipotecado su vida para salvarlos. Esta inversión de roles, aunque la pospongamos, a todos nos toca experimentarla alguna vez. Es lo que marca, dicen, el paso a la edad adulta.

Jóvenes que violentamente dejan de serlo, y una nueva escala de la valoración del trabajo humano, son dos mutaciones que la pandemia trajo para quedarse. (El Mercurio)

Eugenio Tironi

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