Doble desmesura

Doble desmesura

Compartir

En “Moby Dick”, de Melville, el capitán Ahab está obsesionado con atrapar a la ballena blanca. Ha perdido por completo el sentido de la realidad; no ve otra cosa que lo que tiene en el cerebro, y termina por llevar a la tripulación del “Pequod” a la muerte.

Ese mal no parece privativo de un marino del siglo XIX, sino que hoy embarga a una parte importante de nuestros convencionales. Una Constitución es, en principio, algo bastante modesto, al menos si atendemos a aquellas que han resistido el paso del tiempo. Sin embargo, algunos ven en ella el instrumento para crear un mundo nuevo. Los ejemplos abundan, aunque esta semana hemos visto uno particularmente claro, a cargo de la comisión de Medio Ambiente. Sus delirios son aún mayores que los de Ahab, que al menos perseguía un objetivo absurdo pero determinado.

En su propuesta, el Estado se transforma en guardián de los espacios siderales, preserva “el cielo nocturno”, recupera las “semillas tradicionales” y asegura la “soberanía alimentaria”. El Estado es dueño del agua y de todo lo que guarda la tierra. El antropocentrismo es reemplazado por ecocentrismo. Nuestro Ahab quería establecer incluso el orden que han de seguir las relaciones comerciales para que respondan a los intereses del pueblo de Chile: primero se abocarán al ámbito local, luego a los países vecinos y solo en tercer lugar se abrirán al resto del mundo.

¿Y qué sucedió? Lo previsible: el pleno de la Convención rechazó esta desmesura. Un país que cuida tanto la ecología como Alemania tiene apenas un artículo de la Ley Fundamental que trata del medio ambiente. Pero este Ahab que mezcla new age, ecologismo radical, indigenismo identitario, socialismo del siglo XXI y una fe incombustible en el poder del Estado no estaba dispuesto a que la ballena se le escapara tan fácilmente. Y a su desmesura añadió otra.

Así, una vez rechazado su Leviatán por apenas cinco votos, nuestro Ahab, en su estado febril, convocó a un punto de prensa en el que denunció, con nombre y apellido, a los socialistas que habían inclinado la balanza a favor de la racionalidad. Quienes dudan de que exista un “fascismo de izquierda” tendrán aquí un caso difícil de procesar.

El episodio muestra de modo particularmente nítido cómo las cuestiones de fondo se mezclan con problemas de forma en el mundo paralelo de la Convención. Después de todo, que los ambientalistas más radicales decidan funar a quienes no los siguen es la mayor muestra posible de que les falta la virtud del cuidado. Pero precisamente esa virtud está en la raíz de la protección medioambiental: quien maltrata a sus propios aliados políticos difícilmente puede ser el mejor maestro a la hora de ver cómo tratar la naturaleza.

Las paradojas siguen aumentando una vez que uno considera la mentalidad de la que pretenden nutrirse estos convencionales. En efecto, ellos mismos han pretendido enseñarnos que debemos volver a una relación unitaria con la naturaleza, que todo el camino de Occidente en esta materia ha sido un desvarío. Ciertos aspectos de esta crítica deben ser tomados con mucha seriedad, porque una instrumentalización suicida de la naturaleza ha sido parte de nuestra historia en los últimos siglos. Ni la naturaleza humana ni la no humana son un material que está allí a nuestra disposición para que hagamos con ellas lo que se nos ocurre, y es importante que legisladores y constituyentes no lo olviden. Este es un punto en el que los conservadores y cierta izquierda podrían encontrar muchos puntos de acuerdo, aunque el lugar para hacerlo no es algo tan limitado como un texto constitucional.

La salida, sin embargo, no está en la renuncia al desarrollo tecnológico que, dicho sea de paso, es una condición necesaria para enfrentar en forma madura múltiples problemas ambientales. Tampoco se halla en los intentos por volver a una suerte de pureza originaria, que se aplica por ejemplo a las semillas, con el rechazo a los avances de la genética, que han permitido alejar de millones de personas el espectro del hambre. Curiosamente, esa búsqueda de lo ancestral no la aplican a las mascotas, cuyas razas obviamente no provienen de la Edad de Piedra, sino que resultan del fruto de largos esfuerzos de trabajo genético. ¿O creen que las más de trescientas razas de perros que hoy tenemos han existido desde siempre, de modo que Ulises tenía un pitbull y Carlomagno, un perro salchicha?

Hay una gran paradoja en estas desmesuras: la lección fundamental que pretendían enseñarnos —que el trato con la naturaleza y el trato recíproco van de la mano— no parecen haberla recogido ellos mismos. No tienen reparos a la hora de maltratar a otros convencionales y, en otros campos, concebir el trato que debemos a los no nacidos como si fuera algo semejante al procedimiento de hacerse extirpar una verruga.

La semana en que la Convención pretendía brillar por su declaración de derechos sociales acabó hundiéndola una vez más en un espectáculo matonesco. Ellos mismos parecen empeñados en arruinar su proyecto por la vía de llevarlo hasta el extremo. Como en la locura de Ahab, todo parece impulsar el hundimiento de nuestro “Pequod”. (El Mercurio)

Joaquín García Huidobro

Dejar una respuesta