Derechos: la propiedad

Derechos: la propiedad

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La propiedad, o si se prefiere, el derecho de dominio, cumple varias funciones. Y es útil tenerlas a la vista a la hora de evaluar la forma en que se la consagra en el proyecto constitucional.

Desde luego, la propiedad concebida como el control exclusivo sobre algunos recursos es una garantía de la libertad. En esto estarán de acuerdo la izquierda y la derecha. La pobreza es lacerante no porque el pobre tenga necesidades insatisfechas, sino ante todo porque al no tener el control sobre algunos bienes es dependiente de otros seres humanos y no, en cambio, de sí mismo.

Se suma a lo anterior una función económica. Cuando se asegura a las personas que podrán apropiarse el fruto de su trabajo o de su creatividad, incorporándolo a su patrimonio, es probable que ellas se esfuercen más. De esta forma, allí donde la propiedad existe, la sociedad es, en conjunto, más rica.

Y en fin, la propiedad individual o privada evita lo que desde Santo Tomás se ha identificado como la tragedia de los comunes: cuando los bienes son de todos y de nadie en particular, son sobreexplotados y se abusa de ellos. Cada persona intentará usar de los bienes esperando que sea el siguiente quien los cuide.

Esas tres —podemos llamar a la primera política y a las otras dos económicas— son buenas razones para consagrar el derecho de propiedad y protegerlo.

En la Carta actualmente vigente, ese derecho está muy fortalecido. Alcanza a todo tipo de bienes corporales (muebles o inmuebles) o incorporales (derechos nacidos de un contrato o de una concesión). Y si el Estado decide privarlo a usted de alguno, debe indemnizarlo por el daño patrimonial efectivamente causado. Esta forma de consagrar la propiedad es la que explica que, si bien la riqueza del subsuelo pertenece al Estado, igual haya alta inversión privada. Ello ocurre porque hay propiedad sobre la concesión de manera que si el concesionario se ve privado de ella debe ser indemnizado. El inversionista tiene, pues, garantía de indemnidad.

¿Cambia ese estatuto en el proyecto constitucional hasta ahora conocido?

No demasiado; pero cambia.

El caso más obvio es el del agua.

El agua es declarada inapropiable y las autorizaciones para su uso ni están amparadas por la propiedad ni son susceptibles de tráfico. Así, la venta de un predio agrícola, o su precio, no podrá incluir el agua puesto que esta última no se incorpora en modo alguno al patrimonio de quien la obtuvo. Adquirir un inmueble permitirá desde luego acceder a la autorización para el uso del agua, pero no lo garantiza. En algún sentido la regla vuelve al espíritu del Código del 51 o el de la reforma del 67, la de la reforma agraria (algo que ya había comenzado a ocurrir con la última enmienda al Código de Aguas) cuyo principio básico se profundiza hasta volver al agua un bien nacional de uso público adjudicado en exclusiva por la autoridad.

Otro es el aumento de la categoría de bienes comunes algunos apropiables (pero altamente regulados en su uso y goce como los bosques nativos) y otros inapropiables (como el agua). El cambio de estatuto, como es obvio, incidirá en su valor de cambio.

En fin, está la situación de las minas.

La regla propuesta mantiene el dominio eminente del Estado sobre las minas; pero a diferencia del actual texto no establece que esa riqueza será concesible y que las concesiones estarán amparadas por la propiedad. El estatuto constitucional de la minería, pues, se aligera de protección. ¿Podría una ley reformar el Código de minería disponiendo que las concesiones no son susceptibles de dominio? Un argumento para impedirlo consistiría en observar que mientras las autorizaciones para el empleo del agua no son susceptibles de propiedad, el texto nada dice de las concesiones mineras de donde podría concluirse que ellas sí son objeto de dominio y que en la medida que se trata (a diferencia del subsuelo) de cosas incorporales no constituyen bienes comunes. Pero el asunto no es obvio y demanda algún esfuerzo argumental.

¿Algún defecto entonces?

Pueden mencionarse tres, más económicos que políticos.

La ampliación de la categoría de bienes comunes no asegura mayor protección (es cosa de mirar lo que hoy ocurre con las plazas o los parques), excluir el agua del tráfico sustituye los defectos del mercado por los de la administración (su distribución dependerá de la imparcialidad y probidad de esta última) y el estatuto de la minería siembra alguna duda innecesaria (que constituye una probable fuente de litigios).

Nada, es verdad, para rasgar vestiduras.

Pero, a la hora de comparar, los detalles importan. (El Mercurio)

Carlos Peña