Derecho a todo y a nada

Derecho a todo y a nada

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Que el relato de derechos sociales se está tomando el campo de la política es una cuestión evidente. Basta escuchar los discursos que disciplinadamente lee la Presidenta y los sueños que promete la cuasi candidata del Frente Amplio. Pero ¿qué están pensando Bachelet y Sánchez cuando predican los derechos sociales?
Lo primero que están pensando es en repartir “comodines”. Cuando tengo un comodín, lo saben bien los asiduos a las cartas, impongo mi posición ante cualquier otro jugador en la mesa. Mi comodín es una “carta de triunfo” que vence a todas las demás. Entonces si yo alego tener un derecho social lo que estoy haciendo es poniendo sobre la mesa mi carta imbatible evitando que cualquier otra circunstancia -prudencial, de justicia y, por cierto, las económicas- impidan la satisfacción de mi derecho.

Pero eso no es más que revivir la vieja utopía. Ésta consiste en hacer creer que basta reconocer un derecho social para su satisfacción. La tentación es enorme, no por nada la Constitución de Bolivia establece el derecho al gas domiciliario; la de Ecuador el derecho a alimentos sanos y nutritivos; y la de Colombia el derecho a la recreación, a la práctica del deporte y al aprovechamiento del tiempo libre. ¿Alguien de verdad cree que todo eso depende de lo que diga la Constitución?

Lo segundo que están pensando es en el ya extendido eslogan que dice: “Donde hay derecho, no hay mercado”. Es decir, si estamos hablando de derechos sociales, el mercado, la provisión privada y la libertad para elegir estarían prohibidas o sometidas a un régimen de brutal uniformidad. Esta idea fue desarrollada en El Otro Modelo, ese libro de título pomposo pero de contenido más bien sesentero. Ahí se dice, con todas sus letras, que donde hay derecho social el mercado “debe ser limitado y eventualmente excluido” lo que implica “un criterio universalista: el Estado provee a todos”. Y eso es lo que ha hecho este gobierno con orgullo: sentar las bases para que en la educación, tarde o temprano, el Estado eduque o intervenga abrumadoramente en la educación de todos.

Es cierto que hay lecturas más moderadas de la consagración de derechos sociales. Lo lamentable es que en estos años hemos visto cómo en la izquierda esas miradas han sido capturadas por los extremos. Además, y es mi principal crítica, el problema no es tanto con los derechos sociales sino que con su transformación en un relato político que abandona el campo de lo jurídico para vender humo.

Y es que el lenguaje de la política no pega bien con el de los derechos. El primero es, por definición, ambiguo y por eso su expectativa de satisfacción es incierta: son promesas de la política.

Pero en el reclamo por derechos, si es que de verdad los asumimos como tales, la expectativa de satisfacción no debiera ser incierta sino que debiera acercarse lo más posible a la certeza. Entonces confundir ambos lenguajes no solo eleva falsamente las expectativas que crea la política; también devalúa los derechos porque prometemos “cartas de triunfo”. Pero sabemos que su satisfacción no pasa por declaraciones sino que por acciones íntimamente asociadas a ese (ahora último) tan esquivo progreso. (La Tercera)

Sebastian Soto

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