Defensa de la presidencia

Defensa de la presidencia

Compartir

Algunos miembros del Congreso —entre ellos el senador Guillier— han sugerido la renuncia, o el alejamiento del Presidente, como una forma de superar la crisis por la que atraviesa el país.

¿Es correcta esa sugerencia?

Una pregunta como esa parece absurda en momentos en los que toda medida de corrección parece haber sido abandonada. Cualquier conducta hoy, incluso desquiciada, parece a la altura, y cualquier idea, incluso absurda o descabellada, parece digna de ser formulada.

Y dentro de las ideas descabelladas se encuentra la del alejamiento o renuncia del Presidente.

Para advertirlo basta una breve reflexión.

La democracia es, ante todo, un conjunto de reglas para la competencia pacífica por el poder. Quienes participan del juego democrático se comprometen, ex ante sus resultados, a respetar sus reglas básicas incluso si ellas lesionan o no están de acuerdo con sus intereses inmediatos. En otras palabras: si el juego político es siempre prudencial puesto que los actores subordinan la conducta que ejecutan a la promoción de sus intereses o sus ideas, ello debe tener un límite. Para que exista democracia —o cualquier forma de interacción reglada—, los intereses de los jugadores no pueden tener la última palabra o erigirse en el criterio final a la hora de determinar qué hacer o qué no. Incluso el más inocente de los juegos exige, para funcionar, que los jugadores subordinen la prosecución de sus intereses al respeto de las reglas. Y si eso vale incluso para los juegos, ¿cómo no exigirlo de quienes participan de la competencia reglada por el poder?, ¿y cómo no pedir a los actores políticos que ellos, por su parte, lo exijan a los ciudadanos?

Si no se reconoce un límite a los propios intereses, la convivencia democrática no es posible.

En la democracia ese límite está dado por el respeto de las reglas fundamentales, una de las cuales es que ejerce el poder del Estado quien obtiene para sí la adhesión de la mayoría, debiendo sus opositores esperar la siguiente ronda electoral para desplazarlo. Este compromiso no debe debilitarse por razón alguna. El respeto de ese límite constituye, pudiera decirse, uno de los imperativos éticos de la vida cívica, un mandato o un compromiso que el propio interés no debe relativizar. Y ese imperativo ético vale sobre todo para los opositores. Como se sabe, el compromiso ético se prueba especialmente cuando la regla que se respeta resulta contraria a los propios intereses.

Si, en cambio, se consiente que el resultado del juego democrático tenga validez hasta el momento que los propios intereses, o lo que un actor juzga son los mejores intereses generales, aconseje abandonarlo, ese imperativo ético de la democracia habrá quedado por el suelo y de ahí en adelante será muy difícil ponerlo de nuevo en pie. ¿Se ha pensado lo que ocurriría si, de aquí en adelante, la presidencia de la república o cualquier otro cargo de elección popular debiera abandonarse cuando sobrevenga una crisis social o de cualquier índole? De consentirse algo así se habría transitado de la democracia como competencia pacífica por el poder, a una puja por este último a través de cualquier medio.

Alguna vez en Chile se justificó la ruptura de la democracia en nombre de la unidad nacional. Hoy se la quiere justificar en nombre de la unidad social.

Pero ni la unidad nacional (que alguna vez reclamó la derecha) ni la unidad social (que hoy reclaman los extremos de izquierda) son razones para acabar con la democracia o, lo que es lo mismo, con la más básica de sus reglas.

Se ha observado alguna vez que el mayor conflicto que enfrenta la democracia no es entre quienes tienen ideas opuestas respecto del bienestar social, sino entre quienes poseen ideas enfrentadas respecto del propio orden político: cuando las personas se dividen a favor y en contra de la democracia. Y es esto último lo que en Chile es necesario, con cierta urgencia, evitar que se produzca.

No se trata, como es obvio, de defender al Presidente, cuyo quehacer lo juzgará la ciudadanía; se trata de defender la regla que le confirió el poder. La misma regla que el senador que hoy sugiere dejarla de lado empleó infructuosamente para intentar alcanzarlo. (El Mercurio)

Carlos Peña

Dejar una respuesta