Si nos preguntaran si preferimos una sociedad en que las personas, a través de su esfuerzo y talento, sean capaces de proveerse buenas condiciones de vida, o una en que una parte importante y creciente de la población depende del Estado para vivir, seguramente la gran mayoría elegiríamos la primera. Sin embargo, avanzamos en forma casi inexorable a la segunda, con un apoyo creciente de la opinión pública, cautivada por la idea de los derechos sociales garantizados. La demanda por paternalismo estatal se extiende en forma abismante, junto con la oferta del mundo político por intentar satisfacerla. ¿Es ese el objetivo que debería buscar la política social? Pienso que no; por el contrario, la política social es exitosa cuando logra que los individuos dejen de depender de la misma y puedan arreglárselas solos. Bajo ese prisma, nuestra política social está fracasando, poblada de más de 500 programas sociales, cuyo número y recursos aumentan año a año. Y no se trata de defender un Estado mínimo o ausente en materia social, sino que una acción gubernamental potente, pero centrada en lo que permite que las personas puedan surgir por sus propios medios; salud, educación y capacitación. Dado que los avances en igualdad de oportunidades han sido muy modestos, es que se intenta paliar los déficits a través de programas ineficientes, y cada vez más a través de ayudas directas en dinero, con una creciente oferta de bonos de todo tipo. Claro, porque frente a programas sociales que no logran sus objetivos es que parece más eficiente el bono en efectivo, generando un problema de clientelismo, que amenaza con un Estado convertido en caja pagadora de ingresos universales.
La cultura del bono parece estar calando en forma profunda, con cada vez más personas esperando las ayudas de todo tipo que deben venir del Estado para cada vez más circunstancias. Pareciera que es el gobierno de turno el encargado de hacerse cargo de todos los problemas que enfrentamos, no solo porque resulta más fácil para los ciudadanos, sino porque el discurso político de todos los sectores así lo establece. El primer problema de esta política asistencialista es que inevitablemente se afectan los incentivos al esfuerzo personal. Pero eso no es todo, ya que esas ayudas estatales salen del bolsillo de los mismos ciudadanos, a través de los impuestos, dañando la competitividad y la eficiencia productiva, poniendo trabas al desarrollo económico. Y, por supuesto, se suman los problemas de corrupción en los procesos de entrega y recepción de las ayudas. Se cae entonces en el círculo vicioso de un menor crecimiento, menores incentivos a producir, y entonces, mayor necesidad de ayudas del Estado, para enfrentar las carencias que la falta de crecimiento no logra satisfacer. Se busca repartir la torta, pero sin que se generen los incentivos para hacerla crecer; “dar el pescado en vez de enseñar a pescar”.
Me imagino ya la respuesta a estos planteamientos: “Los países desarrollados gastan un mayor porcentaje de su PIB en ayudas sociales que nosotros, ¿por qué entonces no seguir ese camino?”. Porque basta mirar los datos para darse cuenta de que mientras mayor es el Estado benefactor, menor es el crecimiento, y si queremos llegar a ser como esos países, necesitamos crecer para cerrar la brecha que nos separa de ellos. Tenemos ejemplos en nuestra región de países que han ido por el camino del estatismo, Brasil y Argentina tienen un Estado de tamaño europeo, pero están a años luz en la calidad de los servicios públicos. La pregunta que surge es entonces: si seguimos ese camino de Estado benefactor ¿nos pareceremos a Dinamarca y Finlandia o más bien a Argentina y Brasil? Me temo que es la segunda alternativa la más probable.
Entonces, si la posibilidad de fracaso es alta, ¿por qué la tendencia a ir por ese camino? La respuesta cae en el ámbito de economía política y tiene mucho que ver con la fábula de la gallina de Stalin. Para los ciudadanos es difícil percibir las causas de un país estancado, pero son visibles y directos los bonos que llegan del mundo político, haciéndolo merecedor del beneplácito de la gente. Los políticos son los claros ganadores del proceso, mientras las personas no se dan cuenta de que son esos mismos bonos los responsables últimos de que los necesiten para vivir, ya que es ese paternalismo estatista la causa principal de la falta de desarrollo. Finalmente, la cultura del bono no solo es el fracaso del Estado, sino de la sociedad. (El Mercurio)
Cecilia Cifuentes
Directora Ejecutiva Centro de Estudios Financieros ESE Business School U. de Los Andes



