Cuando pase el temblor

Cuando pase el temblor

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El remezón que provocó la elección del fin de semana en el sistema político, a medida que pasan los días, se parece más a un terremoto que a un temblor fuerte. Y las réplicas siguen y seguirán, y con mucha intensidad, en los días que vienen. ¿Cuáles son las placas tectónicas profundas que lo provocaron? Las que tienen que ver con un desajuste profundo entre el sistema político y el país real. Se dice que los perros perciben los movimientos telúricos antes de que ocurran y por eso ladran justo antes del evento terrestre. Aquí parecen haber faltado esos perros conectados con la tierra: desde hace mucho tiempo, les viene fallando el sexto sentido a los “expertos” de la política. Ahora muchos ladran, discursean sobre lo ocurrido, pero son reacciones oportunistas y tardías, porque el terremoto ya ocurrió.

Lo que el país necesita no es más actividad declarativa, sino que alguien se haga cargo de la reconstrucción. Hay que reconstruir la política. Pero no de cualquier modo. La urgencia no puede consistir en levantar, en reemplazo de los otrora flamantes barrios republicanos hoy en el suelo, casas de emergencia, carpas sobre las ruinas. Esas casas por supuesto que ayudan cuando no hay nada mejor con qué cobijarse, pero no pueden transformarse en soluciones definitivas. Ahora habrá que —con las próximas elecciones tan encima— probablemente acudir a ellas, pero la oportunidad de este magnífico derrumbe plantea el desafío imaginativo y creativo de pensar en una ciudad nueva, que ni sea un pastiche deplorable, ni una mera copia mal hecha de lo que se hizo bien en la república en sus mejores momentos.

Es un momento de creación, pero ¡cuidado!: la “poiesis” política no es igual a la “poiesis” artística. La política no es solo técnica, como han creído algunos; es un arte, pero un arte que debe tener los pies bien puestos en la tierra. Vendrán los arquitectos utopistas de la política (polis = ciudad) a proponernos diseños y geometrías alucinantes, pero al final invivibles para el habitante real, como sucede también en la arquitectura de todos los días. Se ha hablado mucho de la Constitución como una Casa donde viviremos todos; bueno, para que esa casa sea realmente habitable, se requerirá de constructores políticos conectados a la “rugosa realidad” y no de iluminados narcisistas (en la arquitectura y la política esos ejemplares abundan) que se enamoran de sus proyectos y sueños, pero desprecian al hombre y la mujer en su realidad existencial de todos los días. No necesitamos utopías en este momento, sino un lugar bien hecho, con fundamentos sólidos. Un “topóskoinos”, un lugar común, con mucho sentido común. Una arquitectura política con raíces en nuestros territorios, pues no somos un territorio, sino muchos y esa es la riqueza mayor de este país. La utopía extrema tiende a uniformizar y busca que la realidad se adapte a la teoría y no al revés.

Nuestra crisis actual tiene mucho que ver con las falencias de una utopía economicista (se la llamó “revolución silenciosa”), que mostró sus indudables éxitos, pero que hoy revela también sus límites. ¿Habrá que reemplazarla por otra utopía, pero de signo inverso? Los países y las comunidades se cansan de transitar de un experimento utópico a otro. No necesitamos aspirar a lo perfecto, la sabiduría popular nos lo recuerda: “lo perfecto es enemigo de lo bueno”. Necesitamos lo “bueno” más cerca del justo medio que de cualquier otra latitud imaginaria. No le construyamos un imbunche o una jaula de oro para vivir al habitante de este país, templado en terremotos y catástrofes. Él sabe que toda reconstrucción requiere paciencia, fortaleza, austeridad, prudencia. El chileno es, en el fondo, aristotélico por instinto, y todo platonismo desbocado, por atractivo que sea y aunque él mismo se entusiasme un rato con él, no dura lo que una quimera. La tierra lo sacude tarde o temprano: este no es el primer derrumbe que le toca vivir a este telúrico país. (El Mercurio)

Cristián Warnken

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