Crónica de un suicidio

Crónica de un suicidio

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A fines de diciembre del 2018, el conscripto Marco Velásquez (18 años), luego de 11 meses de instrucción, intentó suicidarse en la Escuela de Caballería de Iquique donde efectuaba su Servicio Militar. Después de este intento fallido, es tratado por psicólogos y psiquiatras de la institución. Este tratamiento, según cuentan los familiares, no continuó y fue incorporado nuevamente a servicio, luego de siete días. El sábado 16 de marzo, recibe la orden de quedarse de punto fijo, castigado y sin poder salir. Ese mismo día, les dispara a dos de sus superiores y luego se suicida.

Son muchas las dudas que surgen ante esta tragedia. Quizás la primera pregunta sea: ¿por qué se le entrega un arma cargada a un conscripto que estuvo en tratamiento psiquiátrico por un intento de suicidio? O, tal vez, ¿por qué no fue dado de baja, o por qué el tratamiento que recibió duró tan poco tiempo?

Todas preguntas válidas y contingentes. Pero, mirando un poco más lejos, se ve con claridad cómo el sistema completo falló. Y no me refiero solamente a la Escuela de Caballería, a médicos y psicólogos tratantes o a los superiores que le dieron un arma cargada. Me refiero a que esto es nada más que un ejemplo de la invisibilidad que tienen las enfermedades mentales en nuestro país. A este joven nadie lo vio o, mejor dicho, nadie lo observó. Así como tampoco observamos que Chile es el país de América Latina con la tasa más alta de suicidios, y que la segunda causa de muerte en los jóvenes de entre 15 a 29 años, después de los accidentes de tránsito, es el suicidio.

Si los trastornos del ánimo fuesen como el sarampión, 11 de cada 100.000 personas en nuestro país estarían llenos de pintas. Se harían sendas campañas para prevenir su contagio, los enfermos tendrían un lugar especial en clínicas y hospitales para su cuidado. Serían tratados como corresponde a su enfermedad, la sociedad completa seguiría instrucciones emanadas desde el Ministerio de Salud y el gobierno, para prevenir más casos. Aprenderíamos a distinguir signos y síntomas para reconocer rápidamente si estamos o no ante un nuevo brote.

¿Qué pasa entonces que las autoridades de salud no actúan con la misma celeridad ante una enfermedad que cobra entre 5 y 6 vidas diarias, entre adolescentes, adultos, adultos mayores?

Basta buscar un poco de información (las cifras están a la mano), para darse cuenta de que no estamos asumiendo una realidad que es parte de nuestra sociedad. Las personas que sufren de enfermedades como la depresión son estigmatizadas, invisibilizadas, minimizando el dolor que ellas sufren. ¿Cuántas personas más tendrán que lanzarse a las líneas del metro para que abramos los ojos? ¿Cuándo vamos a entender que nuestra sociedad enferma a los niños? En una encuesta realizada en 24 países, Chile presenta la tasa más alta de niños deprimidos menores de 6 años.

En el mejor de los casos, mientras usted lee estas cifras, se alarme. Pero mientras no se consideren las enfermedades psiquiátricas como cualquier otra enfermedad, que todas las clínicas y hospitales tengan camas para ser internados de ser necesario; mientras no exista un número de psiquiatras para atender en el sector público, al menos igual que los hay para el sector privado; mientras no se realicen planes de prevención en los colegios, junto con los profesores; mientras los medicamentos sean de tan alto costo, las licencias médicas sean permanentemente rechazadas y las Isapres no asuman ni un cuarto del costo total de un tratamiento, ni su impresión ante estas cifras, ni la mía serán suficientes para generar un cambio.

Es altamente probable que, con solo mirar las estadísticas, ya sea por edad, por género y por características de su personalidad, se hubiesen tomado las medidas que correspondían, y el conscripto Marco Velázquez y sus dos superiores, estarían vivos. (El Líbero)

Jacqueline Deutsch

 

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