En mi exilio limeño tuve el privilegio de conocer y entrevistar al cardenal Raúl Silva Henríquez. Naturalmente, conocía su dura lucha por recuperar el diálogo político perdido, su patriótico empeño por salvar nuestra democracia y, después, su defensa de los derechos humanos (reconocida por la ONU). También recuerdo su crítica a “una política económica mala con todas sus letras” y el desdén de los expertos criticados. Decían que “el cardenal no es economista” y don Raúl replicaba que “estos niños tienen más dogmas que la Iglesia”.
Luego, mi sabio amigo jesuita Jesús María Alemany, director del Centro Pignatelli e hijo ilustre de Zaragoza, afirmó mis sospechas: los curas ilustrados pueden opinar sobre lo humano y lo divino de sus sociedades, con más altura e independencia que cualquier profesional de la política. Pedirles títulos como representantes o cientistas sociales, sobre todo en momentos de crisis macro, sería ignorar la eficiente politicidad como mediadores e incluso como ejecutores demostrada por religiosos históricos. Ponga aquí el lector los nombres propios que estime convenientes.
Es que ninguna devoción puede convertirse en una muralla china o en un apartheid respecto de la realidad dura. Creo que en estas viñas nuestras del señor hay laicos tan fundamentalistas como cualquier talibán y religiosos tan bien preparados como cualquier politólogo. Si de los primeros debemos distanciarnos por prudencia elemental, a los segundos no debiéramos encerrarlos en los misterios de su fe.
Monseñor Chomalí, días atrás en la Catedral, demostró que pueden ayudarnos a pensar y a vivir en un mejor país. (El Mercurio Cartas)
José Rodríguez Elizondo



