Nos hemos demorado en adquirir conciencia de cuán corruptora fue la irrupción de la violencia, la destrucción y el pillaje en nuestra convivencia el 18 de octubre de 2019. Hoy es más claro que la turbia corriente de irracionalidad que se desató entonces no fue espontánea, sino que respondió a un diseño de sedición. Las consignas por la igualdad que aparecieron en los días posteriores no alcanzan a taparlo. El propósito fue desarticular la vida nacional y provocar un quiebre institucional.
El día 19, el jefe del PC pidió la renuncia del Presidente de la República, en el mismo momento en que Nicolás Maduro celebraba en Caracas los estragos del vandalismo en Santiago.
En algún momento, tendremos que conocer el entramado de la oscura coalición de fuerzas que operó en aquellos días, incluida la intromisión extranjera. Es cierto que la llamada teoría de la conspiración no sirve como método de análisis, pero es imperdonable cerrar los ojos ante las confabulaciones reales. Basta reparar en las características del ataque al Metro para deducir que buscó asestar un golpe devastador a la columna vertebral de la capital y, al mismo tiempo, aterrorizar a la población. El mensaje era claro: no hay límites, todo es posible.
La revuelta erosionó nuestra convivencia, debilitó los diques legales, socavó el civismo, creó condiciones para el incremento de los delitos con rostro “social”, alentó la demagogia y, sobre todo, extendió el miedo. Quedó demostrado el inmenso poder de intimidación que tiene la violencia, pero también su capacidad de inducir conductas de adaptación, como la de los comentaristas de la TV que se esmeraron por demostrar, en medio de la prueba más dura enfrentada por la democracia, que ellos estaban junto al pueblo y contra la policía.
En las peores semanas del frenesí, los partidos opositores validaron en los hechos la noción de que el fin justifica los medios, lo que se tradujo en una actitud indulgente hacia la noción neroniana de la lucha social. Creyeron que el gobierno les iba a caer en las manos antes de cuatro años. Su declaración del 12 de noviembre de 2019, cuando prácticamente llamaron a la sublevación, quedará en la historia de las iniquidades políticas.
La violencia fomentó la idea de que los actos de fuerza son eficaces para ganar poder en condiciones democráticas. Ello quedó al descubierto con la táctica desenfadada del parlamentarismo de facto, cuya nueva versión es el convencionalismo de facto. Los instigadores de tal método ignoran el principio de acción y reacción: otros sectores también pueden sentirse tentados a promover soluciones de facto.
Los convencionales de ultraizquierda que controlan la Convención están convencidos de que la fuente de legitimidad es el 18 de octubre, o sea, la selva. Sienten que integran un suprapoder, con capacidad para refundar el país y hasta fijar preceptos morales sobre la interpretación correcta de la historia. Es la embriaguez que suele anteceder a los desastres. La Convención existe porque el Estado de Derecho sobrevivió al ataque por la espalda en 2019. Y por la vía que hoy avanza, bajo la conducción de Loncon y Bassa, marcha hacia el fracaso.
Mucha gente manifiesta justificada preocupación por el futuro, lo que se explica sobre todo porque la política aparece contaminada por los cálculos mezquinos y las formas más abyectas de oportunismo. La nueva ofensiva para destituir al Presidente Piñera, con prescindencia incluso de los fundamentos jurídicos, es una expresión de indolencia completa respecto de la suerte de la institucionalidad.
Se ha vuelto intolerable la tramposa manera de actuar de quienes creen que pueden tomar la parte de la legalidad democrática que les conviene, y darle la espalda al resto. La Constitución vigente es la Constitución, y lo será hasta que sea reemplazada legalmente por otra. No puede haber confusiones al respecto. Por lo tanto, hay que oponerse sin vacilaciones a cualquier aventura extraconstitucional, lo cual exige que los poderes del Estado defiendan con energía las normas que nos rigen.
La sociedad no puede ceder al chantaje de los matones que amenazan con desatar el caos cuando quieran. Precisamente por eso el Estado tiene la obligación de proteger a la población en la máxima medida de sus capacidades. Es urgente eliminar los focos de violencia e ilegalidad en todo el territorio. Hay que derrotar el bandidaje en La Araucanía.
No es una fatalidad que el país se extravíe. La mayoría de los chilenos desea orden y estabilidad en el marco del régimen democrático, rechaza el extremismo y no quiere aventuras políticas que lleven a Chile al estancamiento económico y el marasmo social. Por encima de las actuales candidaturas presidenciales, hay que potenciar esa corriente de sensatez, la cual, en las actuales circunstancias, puede confluir electoralmente en un poderoso caudal que busque sostener la paz, la libertad y el Derecho. (El Mercurio)
Sergio Muñoz Riveros



