Bajo la férula de la mobocracia

Bajo la férula de la mobocracia

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En 1951 Hannah Arendt destacó que una de las raíces del totalitarismo está en que la masa se transformó en mob, una multitud enrabiada, dispuesta a arrasar, muchas veces tropa de atorrantes, añadimos; hoy se comienza a hablar de mobocracy frente a esta rebelión ciega, de la cual el asalto al Capitolio no es más que ejemplo eximio. Su impulso moral, por llamarlo de alguna manera, proviene de la ruptura entre la legitimidad de las instituciones, por una parte, y sus élites políticas y culturales, por la otra, lo que facilitó esta airada e inaudita violencia, en rebelión contra el “abuso”, un lugar común. Cuando todo es abuso, es imposible identificarlo, y viene a ser muletilla que todo lo justifica. El mob podrá ser pequeño en número y sin embargo ocupa todo el espacio. Cualquier protesta pública, incluso la más desaforada y odiosa, es homologada por esa élite a una “acción de arte”, a raíz de la fusión del arte colectivo con la alta cultura, de modo que al final de los finales esta última deja de constituir un marco de admiración y creación.

Resalta entonces la característica anotada por Hannah Arendt de que la élite político-cultural se pone a la cola de la fila del mob —debería ser al revés— y en su mayoría aplaude —porque “comprende”— la devastación del país, me parece más por intimidación y renuncia que por convicción. Pausadamente emerge con retraso una crítica a la indolencia de fondo originada en esa puja anti-institucional, para demoler toda estructura.

Porque, ¿hay relación estricta de causa y efecto entre un incidente en principio menor, con desgraciado desenlace, producto de un ataque machete en mano a un carabinero, cuyo hechor es muerto por las balas del agente, y la iracundia del mob, que incendia dos municipalidades, provocando daño ingente a la masa de su población? No impresiona ni la tesis de los abusos ni de la grieta social —no es que esta no exista—, sino que opera la tentación del retorno a un primitivismo pirómano. Se ha visto en situaciones análogas en EE.UU. y, con menor intensidad, en algunas ciudades europeas. En Chile, hay que reconocerlo, esto ha sido más denso, extendido en el tiempo y más abarcador que en otras partes, salvo en los estados fallidos (Haití, Somalia, Yemen, etc.).

Es lo que nos debe llamar la atención ante las críticas —por suerte ahora no unánimes— a Carabineros. Esta institución ha pasado por malos momentos, con sus problemas, sometida además a una coerción para que inhiba toda respuesta. Frente a esto, hay que recordar dos elementos de juicio. Uno, que Carabineros siempre fue considerado como una institución única de este país y que, comparada con experiencias regionales, tiene buena evaluación. Es un tipo de rasgo que no desaparece de la noche a la mañana, y ese cuerpo no es fácilmente reemplazado por —ejemplo— policías municipales, generalmente más expuestas a la corrupción, entre tantos males. Y, ¿qué hubiera sido del país si en las semanas que siguieron al 18 de octubre de 2019 los carabineros no hubieran contenido —a duras penas eso sí— la insumisión violenta? ¿Llamar en serio, no en broma, a las fuerzas armadas? Se conoce el precio, ya que están preparadas para otra contingencia. Eso, más un recurso a la política tradicional, el Acuerdo del 15 de noviembre, al menos distendió algo las cosas, al diferir desenlaces.

Entremezclada y tolerada (o defendida) por las manifestaciones, la insurrección del mob tuvo la apologética de no poca élite. Aunque la efervescencia en definitiva se canalice hacia un cambio creativo, precaria esperanza, estamos ante un fenómeno mundial con el que tendremos que vérnosla por largo tiempo. (El Mercurio)

Joaquín Fermandois

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