Según Seddon, los fraudes no son excepción, sino característica de los malos diseños de sistemas. Los gobiernos se desgañitan buscando culpables, castigándolos o despidiéndolos, interviniendo las jefaturas, introduciendo supervisiones y fiscalizaciones más severas. Pero no abordan los diseños e incentivos que causan el problema y lo masifican, ni la realidad de “negociaciones” entre grupos de poder de los servicios públicos: autoridades, gremios, partidos, etc. Así, no cambian nada, sólo hacen más omnipresente y paralizante el control burocrático.
Sugerente, ¿no? El problema no acaba en un jefe de servicio, un partido o un dirigente gremial. Es un sistema de gestión que condiciona la reacción de cada uno para beneficiarse o defenderse. Unos pechan por pensiones abultadas, otros para concederlas a amigos, expresar “gratitudes” u obtener incondicionalidades, otros para privilegiar militantes y cercanos, etc. Cambiarán los nombres de quienes se ven inquiridos, pero si el sistema de gestión induce y permite comportamientos tramposos, estos existirán; contradiciendo y minando de paso la moral de los funcionarios.El hambre de escándalos se alimenta con el nombre de una persona, un partido, un dirigente sindical, un ministro, pero tarde o temprano lo que el sistema estimula aportará nuevas presas a la antropofagia mediática.
Los verdaderos culpables son los que no atacan las causas. Autoridades que vibran persiguiendo nuevos culpables, pero indolentes en el esfuerzo por reformar sistemas y normas de gestión que alientan privilegios indebidos y rapiñas.
Persiguen consecuencias, no causas. Así, la Contraloría cada vez es más omnipresente, la Dipres controla, las autoridades castigan, las comisiones investigadoras proliferan. Y la transparencia, hoy afortunadamente mayor, sólo sirve para dejar al desnudo, una y otra vez, las consecuencias de incentivos perversos en algún sistema de gestión.
Prefieren la cacería a afrontar intereses creados que resisten reformas que mejoren el servicio público. No piensan desde la demanda de los clientes que son su razón de existir y del estímulo a prácticas que dignifiquen a quienes trabajan en él. Al revés, transforman en sospechosos a los sujetos indispensables de cualquier reforma al servicio público: sus jefes y trabajadores en todo nivel. Consagran así la persistencia de estímulos a malas prácticas; e inducen a blindarse de la cacería no haciendo ni decidiendo nada, sino derivándolo todo.
¿Cómo lograr que las autoridades sean más reformistas de sí mismas?
La Tercera/Agencias


