Todo buen relato debe incluir la figura de un patrono. Un gurú, ya ausente por supuesto (y si es mártir, mejor aún), que permita generar cohesión y guiar espiritualmente al grupo, al punto de convertirse casi en una deidad. Esto ha sido bien utilizado por la DC, con Frei Montalva, y para qué decir por el gremialismo (en sus versiones UDI o republicana) con Jaime Guzmán. Pero el oficialismo no se queda atrás: ya desde la campaña de Boric se venía levantando la figura de Salvador Allende como una efigie, un ídolo religioso capaz de darle sustento y épica a la cruzada de nuestro joven Presidente.
Por cierto, la utilización de Allende como ídolo no es nueva. Desde hace varios años, diversos partidos de izquierda -no sólo el PS- vienen ensalzando su figura, especialmente en tiempos de campaña, al punto de convertirlo en un símbolo de “setenterismo pop” (me acuerdo, especialmente, de una campaña parlamentaria del PS en que aparecían niños posando con los característicos anteojos de marco grueso del ex Presidente). Allende se fue transfigurando así en el mejor nexo causal para un storytelling que le convenía a la izquierda, por ser signo de rebeldía, pueblo y revolución. Así, se comenzó a exprimir el producto-Allende hasta el hastío. “No se humilla al partido de Allende” es una frase que aún recordamos, aunque el contexto ya no tenga ningún sentido.
Pese a lo anterior, con la llegada de Gabriel Boric a las grandes ligas, el mito de Allende alcanzó niveles inusitados. Como candidato, el actual Presidente no sólo tomó prestado parte de su look, sino que además, se encargó de empapar de allendismo su relato de campaña. Y la razón es obvia: para la segunda vuelta, Boric tenía la difícil misión de unir dos mundos sumamente disímiles, con trayectorias y códigos distintos. Se trataba de dos coaliciones (Apruebo Dignidad, por un lado, y el Socialismo Democrático, por el otro) que no sólo enfrentaron la primera vuelta con distintos candidatos, sino que además habían sido antagonistas numerosas veces. Prueba de ello fue la infeliz frase del ministro Jackson, cuando señaló que “nuestra escala de valores y principios en torno a la política no solo dista del gobierno anterior, sino que creo que frente a una generación que nos antecedió, que podía estar identificada con el mismo rango de espectro político, como la centroizquierda y la izquierda”.
Salvador Allende, por ende, encarnaba la perfecta -y probablemente única- fórmula para conseguir unir estos dos mundos irreconciliables. Un personaje histórico, con un desenlace oscuro pero al mismo tiempo misterioso (son muchas las voces que se resisten a aceptar que se suicidó) y adorado tanto por el PS, el PC y el Frente Amplio. Y más encima, durante el mandato del Presidente Boric se conmemorarían los 50 años del golpe de Estado, lo que sería un broche de oro para este relato político, gubernamental y generacional.
Sin embargo, la reciente caída de Patricio Fernández como encargado de preparar los actos conmemorativos de esta fecha demuestra que la fuerza unificadora de Allende se está pulverizando. Allende ha dejado de ser un salvador para este gobierno, y los “50 años”, lejos de ser un aliciente para recurar la mística y la agenda, se convertirán en un nuevo dolor de cabeza, tal como fue el plebiscito de salida -planificado para el 4 de septiembre, como parte del mismo mito de Allende-, las reformas tributarias o de pensiones, o los indultos a las “víctimas de estallido”.
El incidente Fernández no ha tenido mucha repercusión, quizás porque es un tema que importa sólo a una élite política, o tal vez porque sigue eclipsado por el escándalo de los convenios con fundaciones, pero es un episodio grave para el posterior desarrollo del Gobierno: una vez más el PC logra controlar la agenda, no la programática, pero sí la emocional y cultural. No habrá revisión ni reflexión alguna sobre la Unidad Popular. No se toca ni se cuestiona. Hacerlo sería equivalente a derribar el mito religioso. Y aquello, dialécticamente hablando, es algo que la izquierda no puede permitir.
¿Qué pasará entonces? Probablemente, en septiembre veamos una serie de actos de feroz fanatismo en torno al ex Presidente Allende. Emergerá una efervescencia por la UP, y un sentido de odio y desafección aún mayor por Pinochet y todo lo que vino después del 11. Pero se habrá perdido una oportunidad única para la unidad nacional, y para entender qué pasó antes del 11. Y lo peor de todo, es que aquellos que intenten razonar sobre ello correrán la misma suerte que Patricio Fernández. (El Líbero)
Roberto Munita



