Que el gobierno de esta nueva generación de izquierda envejeció demasiado rápido es, a estas alturas, un dato de la causa. El hundimiento de su proyecto político se hizo patente en el plebiscito constitucional de septiembre pasado, a tan sólo meses de llegar al poder (recordemos que el mismo Boric había atado su destino a la propuesta de la Convención) y el caso Democracia Viva, sumado a cientos de errores no forzados en diversas materias, sólo viene a confirmar ese naufragio.
El gobierno no ha llegado a la mitad de su mandato y ya no tiene agenda, es responsable de conducir un país con desafíos sociales de gran magnitud -crisis de seguridad, sistema previsional desfondado, desastre en materia educacional, por nombrar sólo algunos- y no logra crear las condiciones mínimas para siquiera empezar a hacer frente a esos problemas.
Pensemos, por ejemplo, en el anhelado pacto fiscal. Tras el rechazo de la reforma tributaria en el pasado mes de marzo y en el marco del discurso presidencial del 1 de junio -que quiso ser una hoja de ruta e hizo depender casi todo de la reforma tributaria- el ministro Marcel ha buscado impulsar un nuevo acuerdo entre los distintos sectores que haga posible hacer frente a las urgencias sociales.
Esta semana la CPC ha endurecido su posición respecto de cualquier cambio tributario y el ministro se ha mostrado sorprendido por ello. ¿Pero cómo pretender un pacto que aumente la recaudación cuando simultáneamente el gobierno se ve envuelto en un presunto fraude al fisco a expensas de los campamentos, cuando se ha embarcado en la producción y distribución de gas con fondos públicos a un costo cinco veces mayor al precio de mercado, cuando pareciera que ve el Estado como un botín a repartir entre parientes y amigos?
Si el oficialismo quiere lograr ese pacto, debe estar dispuesto a algo más que pretender que otro ceda. Necesita dar algo, entregar señales contundentes en materias de modernización del Estado y cuidado de los recursos públicos. Debe tomarse en serio el esfuerzo de los contribuyentes, que no están dispuestos a que el fruto de su trabajo sea dilapidado por incompetencia o corrupción. Los anhelos de igualdad requieren ir acompañados de probidad y un mínimo de buena administración, sin los cuales todos los discursos de justicia distributiva de la izquierda se esfuman.
El proyecto de “grandes transformaciones” del Frente Amplio fue rechazado por la ciudadanía por su voluntarismo utópico, pero aún queda abierta la posibilidad de trabajar en serio por una agenda social reformista, más modesta, en teoría, pero mucho más conectada con las preocupaciones reales de los chilenos. Lo anterior requiere cambios que permitan sentar las bases de confianza necesarias para llevar a cabo esas reformas. Sin voluntad real en esa dirección, no cabe culpar a la derecha por no dar su voto.
Si el gobierno consiguiera entregar esas señales de gestión seria y responsabilidad fiscal (¿tendrá no sólo la voluntad, sino también la capacidad de hacerlo?), los dos años y medio que tenemos por delante no serían de puro estancamiento. Y, más allá de la actual debacle, la nueva izquierda aún tendría oportunidad de hacer algo por el país. La paradoja es que, si lo logra, habrá terminado por contribuir precisamente con lo que siempre ha despreciado. (El Líbero)
Francisca Echeverría



