Es probable que la ex Concertación termine de desaparecer bajo el gobierno de Gabriel Boric. La paradoja es que su rendición incondicional le ayudó a obtener el rotundo triunfo en segunda vuelta. Es probable que participe, al menos el socialismo, en la nueva administración frenteamplista-PC, pero ya no tendrá el mando, sino que será como esas arañas que, después de reproducirse, mueren, devoradas por su propia progenie.
¿Significaría eso evolucionar de los tres tercios a un sistema bipolar, nuevamente, pero con una izquierda más ultrista? Eso está por verse, todo dependerá de qué izquierda asentará Boric en La Moneda. Si será la del candidato del programa previo a primera vuelta, o la del que habló para ganar en el balotaje y que en su primer discurso como Presidente electo refrendó, al reiterar conceptos como el respeto a la democracia, la institucionalidad, las reformas graduales y los acuerdos, la mantención de los equilibrios macroeconómicos, entre otros. Pero arriba del escenario también hizo gestos a sus adeptos radicalizados, como corear “¡No a la impunidad!” o responder a los que gritaban indultar a los presos políticos, “Hemos hablado con las familias. Sabemos qué hacer”.
No será fácil con guitarra para Boric tomar las definiciones más esenciales que no resolvió antes de ser electo. Desde cómo participará el Partido Comunista en su gobierno a cómo aterrizará la reforma tributaria (que hasta acá no rima) y la previsional (que ni sus asesores entienden). ¿Volverá a jugarse por los retiros anticipados de los fondos previsionales que como diputado impulsó? ¿Será cauteloso con las platas públicas o buscará tirar la casa por la ventana para que el plebiscito de la nueva Constitución, que tendría que ser a fines del 22, sea también uno de su administración inicial?
Tendrá menos liquidez que la mayoría de los gobiernos anteriores, probablemente, pero las expectativas, empujadas por él, son infinitas. En todos los ámbitos. Y resulta que la vida se encarece con los altos niveles de inflación y un dólar en ascenso dificultará las importaciones, los viajes y los autos nuevos a los que se acostumbró la clase media. Y como no se divisa que la economía vuelva a recupera ritmos de crecimientos que permitan financiar cascadas de derechos sociales, tendrá que priorizar, y eso tiene un costo. Y será mayor si los capitales no le creen y siguen en fuga el peso y la inversión.
Tampoco le será fácil cerrar su punto más vulnerable, su cierta tolerancia al uso de la violencia como método de acción política. En las grandes urbes, pero también en la macrozona sur. Es distinto pedirle recuperar los “territorios ocupados” a un gobernante que sabemos se opone a ellos, que exigírselo a otro que promete que el diálogo devolverá la paz a esas regiones de Chile.
También corre el riesgo que la derecha, ahora en la oposición, le pague con la misma moneda con que la izquierda ha actuado durante el gobierno de Sebastián Piñera. A punta de parlamentarismo de facto, buscar destituir dos veces al Presidente y 6 veces a sus ministros. Bloquearle todas las reformas, como lo hizo el grupo de Boric, será activar una bomba en la ciudadanía porque no pueden seguir transcurriendo los años sin que se aborden los cambios más elementales en pensiones o salud. Qué hablar de la brecha en educación que han profundizado la pandemia y la gratuidad. El Presidente electo tendrá que definir si renunciará a su maximalismo (como, por ejemplo, hacer desaparecer las AFP sin tener una alternativa viable) o aprenderá a transar en aras del bien común.
No la tiene fácil Gabriel Boric, ni siquiera en su propia coalición de Apruebo Dignidad, para empezar a proyectar cómo cumplirá todas las promesas que comprometió el domingo. Y para evitar que los próximos años sean unos de retroceso y, en vez, siente las bases para lograr un mejor país para todos. (El Líbero)
Pilar Molina



