En este contexto, la Comisión Nacional de Productividad (CNP) recibió el mandato de estudiar una reducción de la jornada laboral legal máxima. Como institución independiente —le pueden exigir qué hacer, pero no qué decir—, analizó, con información chilena e internacional, y datos agregados e individuales, los efectos esperados de una reforma como la discutida hoy.
El informe, que se encuentra disponible en la página web de la CNP, contiene cinco mensajes principales. Primero, Chile no es anómalo: trabajamos 41,3 horas efectivas semanales, las mismas que trabajaban en promedio los países OCDE cuando tenían un nivel de ingreso equivalente al nuestro. De hecho, si replicáramos su trayectoria de ingresos y trabajo, y creciendo al 3% promedio anual que crecimos durante la última década, estaríamos trabajando efectivamente 40 horas semanales en 2028, y las 37,7 horas que trabaja la OCDE hoy, en 2047. Pero de crecer al 2%, estas jornadas se alcanzarían en 2038 y 2076, respectivamente. Así, resulta evidente que mejorar nuestra productividad —para aumentar el crecimiento— es relevante para acceder a mayor tiempo libre en un plazo menor.
Segundo, el impacto sería relevante: una reducción desde las 45 horas semanales actuales a 40 reduciría en lo inmediato el salario real promedio (entre 0,5 y 5,5% anual); y durante un horizonte de hasta cinco años, disminuiría la productividad (entre 0,1 y 0,4% anual) y el crecimiento (entre 0,5 y 1,5% anual), aunque sin afectar el empleo agregado.
Tercero, la composición importa: asalariados a jornada completa, mujeres, jóvenes o personas sin educación superior, rebajarían su tasa de empleo entre 5 y 8 puntos porcentuales. En el caso de las mujeres, por ejemplo, esto significa que más de 60 mil de ellas podrían perder su empleo.
Cuarto, el diseño importa: por los efectos negativos en grupos específicos señalados en el mensaje previo, los países avanzados que asumieron reformas de este tipo las complementaron con políticas para mitigarlos. De hecho, Francia, a fines de la década de 1990, anunció la medida con años de anticipación, permitiendo un proceso voluntario de reducción de la jornada pactada entre empresas y trabajadores; entregó plazos de transición que diferenciaron según el impacto esperado de la medida; promovió la adaptabilidad y calculó la jornada acortada sobre un período mayor a una semana; y permitió la reducción del sobrecosto asociado con las horas extraordinarias.
Finalmente, el contexto importa. Chile hoy no es Chile 2005. Reducir la jornada desde 48 horas semanales es más fácil que hacerlo desde las 45 vigentes, porque el espacio para mejoras se acota; la automatización, especialmente en las empresas grandes, representa un peligro para muchos trabajos; y las proyecciones de crecimiento para este año y el próximo, de apenas 1% según el Banco Central, exacerban los desafíos previos.
Con todo, reducir la jornada laboral tiene sentido dado nuestro ingreso per cápita actual; pero esta política debe ser bien diseñada e implementada para que mejore las condiciones de vida de la mayoría. En particular, son claves la adaptabilidad, para permitir aumentar la productividad (que siendo muy baja en nuestro país se vería adicionalmente reducida por la reforma), y los plazos e instrumentos de ajuste, para permitir reorganizar la estructura productiva, mitigándose los perjuicios esperados. Estos aspectos, si son omitidos, pueden transformar una buena idea en una pésima realidad. (El Mercurio)
Raphael Bergoeing
Universidad Diego Portales y Comisión Nacional de Productividad