Cuánto dura un silencio

Cuánto dura un silencio

Compartir

Se avecina febrero, un mes para hacerle oídos sordos al ruido que emana del mundo político. Tengamos un mes de descanso, pienso, uno de silencio político, y para afianzarlo, leamos “Le dedico mi silencio”, la magnífica novela que Mario Vargas Llosa publicó hace poco.

Según él es la última. Esperemos que no, pero si lo es, el título serviría como dedicatoria de despedida al lector. También es lo que en la novela le dice el mítico guitarrista Lalo Morfino a la cantante Cecilia Barraza, quien lo ha despedido de su elenco. Se supone que el eximio músico ya no tocará más. De allí el silencio que ofrece.

Eso que cuando tocaba generaba un silencio sublime. Toño Azpilcueta, experto en el vals peruano y protagonista de la novela, lo oye tocar un día en una casona limeña. Morfino hace “suspirar, lagrimear, subir y bajar” las cuerdas de su guitarra, hasta dejar al público sumido en un silencio extático. Es, dice Toño, como cuando en los toros se crea “una especie de complicidad secreta entre el espada y el animal” y en la plaza no se oye ni un susurro porque todos están hipnotizados por la magia del momento. En suma, se dan silencios profundos las veces que el arte alcanza su plenitud.

Durante el silencio que provoca Morfino, a Toño le nace una idea. “La música”, observa, “había imantado las almas de todos los presentes al punto de que cualquier diferencia social, racial, intelectual o política pasaba a segundo plano. El patio de la casona estaba electrizado por una ola de compañerismo, reinaba la benevolencia, el amor”. La idea que le nace, entonces, es que el vals peruano puede unir a sus compatriotas. Esa idea Toño la va a explorar en un libro sobre Moyano.

Le cuesta escribirlo. No tiene apoyo en la casa porque Matilde, su mujer, detesta el vals; y la vida de Morfino es escurridiza. Un cura lo encontró, recién nacido, en un basural infestado de ratas. Toño se obliga a recorrer ese basural a pesar de la aguda musofobia que padece: a menudo siente que tiene ratas recorriéndole el cuerpo debajo de la ropa. Por cierto, el mismo vals había nacido en callejones limeños también infestados de ratas.

Vargas Llosa ha recurrido muchas veces a las utopías, mezclando admiración por su belleza al momento de su concepción, cuando son simplemente imaginadas, y rechazo a su impracticabilidad, para no hablar de la crueldad que suele necesitarse para imponerlas. La de Toño es una utopía más, una en que, unidos en el vals, los peruanos vivirán en comunión, cada uno una mera “parte de algo más grande”. Porque si no, escribe Toño, “¿qué es el hombre? Poco más que un niño abandonado en un basural a merced de las ratas”.

Para un liberal admirador de Hayek como es Vargas Llosa, no puede no ser interesante que la utopía de Toño parta de un vals que evolucionó en forma espontánea; que “fue surgiendo misteriosamente un baile mágico… que nadie inventó, que fue emanando poco a poco, como lazo de unión entre todas esas gentes tan divididas y separadas…”. El problema es que, a pesar de esa evolución impecablemente espontánea, Toño quiere explotar su producto con el más descarado voluntarismo.

Vargas Llosa explora esa contradicción con un humor ameno que recorre todo el libro. Toño, por muy querible que sea, es muy limitado, además de motivado, quién sabe hasta dónde, por su musofobia. Morfino por su lado es más mítico que real. ¿Tal vez Toño lo imagina, así como se imagina ratas bajo la manga? Y la utopía comunista que propone Toño tiene fallas a la vista. En esa férrea comunión, ¿qué hacer con una Matilde que odia el vals?

Buena lectura de verano esta novela para los utopistas de Apruebo Dignidad. En un momento mágico en que las cuerdas de una guitarra alcanzan una beatífica cumbre, podemos imaginarnos cualquier utopía. Pero pronto nos volvemos conscientes de que no es lo mismo ponerla en práctica. La euforia de un instante no se puede eternizar, y los silencios, por absorbentes que sean, son efímeros. (El Mercurio)

David Gallagher