¿Es correcto condonar el CAE?

¿Es correcto condonar el CAE?

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Hay pocas cosas que estén más en el centro del proceso político y social de Chile que el CAE, el crédito con aval del Estado. El movimiento estudiantil lo identificó como un timo, una forma oblicua de transferir dinero a los bancos y engrosar sus cuentas, y como una manera indirecta de conferir títulos profesionales sin alterar la estructura social, puesto que el CAE, se decía, en vez de mejorar la posición social, la empeoraba o la transformaba en un pantano del que no era posible, debido al peso de la deuda, moverse.

El fin al CAE, como el fin al lucro, se erigió, así, en la divisa que resumía la crítica social y política a las últimas décadas.

Y hasta cierto punto había razón en todo ello. El CAE masificó la educación superior; pero quienes estuvieron históricamente excluidos y por fin pudieron, gracias al crédito, acceder a ella, se vieron muy pronto gravados con una deuda que les avinagró el futuro. Disponían, es verdad, de un título universitario o profesional; pero a cambio eran deudores de una obligación en muchos casos equivalente a un crédito hipotecario.

¿Justifica ello entonces que se le condone?

No.

Y la razón es que hoy el CAE posee una estructura muy distinta a la original. La deuda está atada a la renta que produzca el certificado profesional que gracias a ella se obtuvo —puesto que equivale a un porcentaje de la remuneración— y, además, transcurrido un plazo y fuere cuál fuere el monto que resta, se extingue. Así, las razones que en su momento hubo para transformar al CAE en el signo de una modernización desigual y fantasiosa, ya no existen.

Pero hay todavía otras razones para no considerar correcta una condonación del CAE.

Los certificados profesionales o universitarios son un bien mixto, un bien que provee beneficios que se difuminan en el público; pero la mayor parte los internaliza quien obtiene el certificado. No son un bien público en sentido estricto. Así, desde el punto de vista conceptual, lo correcto es distribuir su coste entre los contribuyentes (mediante las rentas generales) y quien obtiene el certificado profesional (mediante un porcentaje de su remuneración), en proporción al beneficio que recibe cada uno.

Se suma a lo anterior que los recursos gastados en condonar el CAE sacrifican otros bienes de mayor urgencia, que contribuyen más a la igualdad de oportunidades y al bienestar social. Como las diferencias educativas se consolidan muy temprano, lo más racional es destinar recursos a los primeros años y no a los últimos del ciclo educativo. Si los recursos fueran ilimitados o siquiera abundantes, por supuesto que este dilema no se plantearía; pero desgraciadamente hay escasez y ella obliga a escoger, y escoger equivale, al mismo tiempo, a sacrificar; se elige esto y se sacrifica esto otro. Sí, es cierto, la condonación del CAE curará algunas injusticias; pero a costa de consolidar otras más graves.

Pero, la verdad sea dicha, todas esas razones eran secundarias a la hora de luchar contra el CAE. Había todavía una razón, por llamarla así, ideológica. Se insinuó muchas veces que el dinero infectaba y envilecía a la educación (un argumento sugerido por Michael Sandel en su famoso ensayo sobre lo que el dinero no puede comprar), que la transformaba en una mercancía más, y que a ello contribuía el CAE. ¿Acaso la educación no debía ser desinteresada, estimulada solo por el deseo de saber? Y si eso era así, ¿no se la envilecía y ensuciaba cuando se la brindaba a cambio de dinero actual o futuro? Esta visión del quehacer educativo como una práctica que debía estar al margen del mercado capitalista, sin que este último lo emporcara, era el combustible secreto de la oposición al crédito educativo.

Hoy muchas de esas razones se han esfumado.

Hoy los estudiantes que no dispusieron de gratuidad no adeudan el equivalente de un crédito hipotecario, puesto que comparten el coste de educarse entre las rentas generales y su propia renta futura; no están obligados a más de un porcentaje de la renta que gracias al certificado alcanzan y ello no más allá de un plazo; hay más conciencia de que los primeros años de la vida son más determinantes que los del tiempo en que se acaba la moratoria de la adultez; y es probable que (habiéndose enterado de los inicios de las universidades cuando algunos profesores eran remunerados por los estudiantes, como fue el caso de Kant) nadie tome demasiado en serio eso de que el dinero envilece y ensucia el quehacer educativo.

Y está finalmente un hecho grueso, de alcance moral: la condonación del CAE estimula la morosidad y acaba premiando a quien incumple sus obligaciones en vez de hacerlo a quien se esforzó por cumplirlas. Por supuesto habrá quienes no cumplieron por causas justificadas; pero el coste de identificar esos casos es muy alto, de manera que, como no será posible hacerlo con fidelidad, inevitablemente se terminará beneficiando a los incumplidores.

Pero, en fin, hay algo que ni siquiera la condonación del CAE podrá proveer y que es la fuente de muchas insatisfacciones que se racionalizaron en buena medida con la crítica a ese mecanismo. Y es que los certificados universitarios son bienes posicionales: la medida de la utilidad y renta que proveen es inversamente proporcional al número de quienes los poseen. Hay aquí una llama de insatisfacción que ni siquiera una generosa condonación del CAE podrá apagar: los certificados universitarios nunca más proveerán la alta renta y el prestigio que conferían cuando eran unos pocos los que lo tenían.

Es la verdadera paradoja del CAE: permitió el acceso a un bien muy apetecido; pero al mismo tiempo alimentó la frustración. (El Mercurio)

Carlos Peña