Después de unas décadas en que pareció que habíamos alcanzado un grado de acuerdo bastante mayoritario sobre la exclusión de la violencia como un recurso legítimo en la interacción social, nuevamente ha emergido como un factor validado por actores formales del sistema político y del debate público. El primer paso ha sido disputar el concepto mismo. Así, la violencia ya no es solo la coacción física que daña materialmente y doblega la voluntad, destruyendo sicológicamente al que la padece; existiría también la violencia estructural, que es la que se impondría por el orden social mismo, el que no sería más que expresión de la dominación de una clase, que se impone a través del Estado y sus instituciones: el sistema jurídico, de los tribunales de justicia, la policía, las Fuerzas Armadas y, cómo no, el mercado.
Estas instituciones no serían más que instrumentos a través de los cuales una cultura ha logrado someter toda otra forma de concebir la vida humana. De esta manera, la reacción contraria, a través de la violencia material contra quienes representan y sostienen esta dominación, no sería más que una forma de legítima defensa; basta un pequeño paso para que la sola existencia de personas que viven de una cierta manera, que es consecuencia de esta violencia estructural, agrede por sí misma y, por lo tanto, es legítimo eliminarlos(nos).
Cuántas veces hemos escuchado en los últimos años expresiones como “tu discurso me violenta”, dando a la violencia una naturaleza conceptual que se equipara y, por ende, justifica la reacción física. El discurso superó hace rato lo meramente conceptual y ha empezado a producir efectos prácticos: el primero fue la progresiva deslegitimación de la fuerza pública; la visión del delincuente como una víctima de la sociedad, que no merece castigo, sino reparación; algunos pocos jueces que confunden la función jurisdiccional con la política, pretendiendo que a través de sus fallos se puede corregir el orden social, más que hacer justicia al caso particular; el embate contra una justicia constitucional independiente que impone a los legisladores el marco del estado de derecho.
Esta semana circuló en redes sociales la brutal agresión que sufrieron unos carabineros en Iquique por parte de unos delincuentes y conocimos la pretensión de la mayoría en comisiones de la Convención Constitucional de liquidar la independencia de los jueces y la eliminación del Senado. Aunque no lo parezca, estos hechos están íntimamente relacionados, pues son la expresión concreta, política y cultural, de entender nuestra sociedad como un verdadero campo de batalla, entre un grupo opresor que se sostiene en las instituciones y las mayorías oprimidas que se defienden.
Esta visión conduce al sufrimiento de generaciones enteras, pero el ser humano parece estar condenado a tropezar una y otra vez con la misma piedra; perdón, con la misma violencia. (La Tercera)
Gonzalo Cordero



