Hoy es Viernes Santo. Los cristianos católicos celebramos la liturgia de la Pasión de Jesús, la adoración de la Cruz y la procesión del Vía Crucis.
Jesús, que pasó haciendo el bien, fue condenado a muerte en un simulacro de justicia por parte de las autoridades religiosas y políticas. Esto lleva a reflexionar acerca del dolor del inocente. Inevitablemente pensamos en el valor de la vida y asumir la realidad de la muerte. Más que temor a la muerte, existe el miedo a lo que la precede.
Ante el dolor, surge la pregunta: ¿por qué el mal en el mundo? No la hacemos al mundo, aunque el sufrimiento provenga de él, sino que a Dios creador. Dios no es apático. Él espera la pregunta y está pronto a escuchar y a responder. Su Palabra definitiva será la vida de su Hijo eterno: “porque a Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que es Dios y vive en la íntima unión con el Padre, nos lo ha contado” (Juan 1, 18).
Apático, simpático, antipático, empático, son dicciones que conocemos y con las cuales nos referimos a las personas. Al contemplar la Pasión de Cristo tenemos luces para asumir los dolores propios y ser solidarios con el de otros. Contemplando a Cristo crucificado nos encontramos con la realidad del mal y del sufrimiento existentes. Estas dos realidades representan la objeción principal contra Dios.
Conocemos casos dramáticos del sufrimiento de personas buenas. Y muchas experiencias límites llaman en causa a Dios. ¿Por qué Dios permite esto? ¿Por qué a los que buscan ser buenos les va mal y a los malos les va bien? ¿Por qué el narcotráfico en Chile, que asesina, que recluta a niños y jóvenes para delinquir? ¿Por qué la trata de mujeres vulnerables? ¿Por qué ancianos mueren solos o abandonados?
La Biblia conoce esta realidad. El justo Job vive una experiencia límite: la pérdida de sus hijos y bienes. Y un primer consejo que recibe es el de su esposa: “¿Todavía perseveras en tu rectitud? Maldice a Dios y muérete”.
En el diálogo de Iván y Alioscha (F. Dostoievski: “Los hermanos Karamázov”), reflexionando sobre el dolor de los inocentes, se lee: “solo sé una cosa: existen sufrimientos sin que haya culpables… Mi bolsillo no me permite pagar una entrada tan elevada. Así que me apresuro a devolver mi entrada… No es que yo no le conceda valor a Dios, Alioscha, pero le devuelvo respetuosísimamente la entrada”.
El verdadero alcance de la objeción por el mal y el sufrimiento se refiere más bien a la naturaleza de Dios que a su existencia. Digámoslo de este modo, aun a riesgo de simplificar: tanto el agnóstico como la persona atea tienen existencialmente presente a Dios: uno en la imposibilidad de conocerlo y otro negando su realidad. Lo lamentable es la indiferencia religiosa. La opción de preguntar a Dios por el mal, más allá de preguntarse por el mal en sí mismo, es la que bien entiende el salmista: “Por tu causa estamos en peligro de muerte cada día, somos tratados como ovejas destinadas al matadero. ¡Despierta! ¿Por qué duermes, Señor mío?” (Salmo 44, 22-23).
El inocente Job, sometido a un dolor incomprensible, asume los trazados de un camino de comunión con el misterio de Dios. Quien lo recorre entra en la intimidad de Dios, y Job dirá esta sentencia que es una confesión de fe: “yo te conocía solo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (Job 42, 5). Lo ha visto en el sufrimiento. El justo inocente se antepone al problema teórico y decide mantener la fe en Dios. El éxito de esta elección es el verdadero conocimiento de Dios, quien cumple siempre aquello que promete. La promesa no se verificará necesariamente en esta historia. Se requiere admitir que Dios dispone de una posibilidad de existencia que va más allá de la experiencia intramundana. Es la fe en la vida eterna, en la que vendrá realizada la plena justicia: el tiempo de destruir a los que destruyen la tierra (cf. Apocalipsis 11, 18).
El sufrimiento, la muerte del justo concluye con el hecho histórico de la Resurrección de Cristo. Del Viernes Santo a la Pascua de Resurrección.
Cristián Contreras Villarroel
Obispo de Melipilla



