Hace unos días, en París, se remató el auto más caro jamás vendido en una subasta europea. Se trata de un Ferrari 335 Spider Scaglietti, del año 1957 y que fue adjudicado en 36 millones de dólares. El nombre del comprador se mantuvo en secreto, aunque se ha especulado que sería el mismo Lionel Messi, la estrella del Barcelona. La pasión por los autos es vieja. En el cine, por ejemplo, han sido protagonistas de cientos de películas y para este año se espera la gran batalla italiana, cuando se estrenen dos filmes con las vidas de los fundadores de Ferrari y Lamborghini. Enzo Ferrari será interpretado nada menos que por Robert de Niro.
En términos sociales, se trata de uno de los inventos que más ha revolucionado la vida moderna. Y por ello, es una de las aspiraciones materiales más buscadas. Pese a ello, la relación del automóvil con las autoridades ha sido siempre tensa. Se los acusa de ser los causantes de demasiados males, como la congestión, la contaminación, los accidentes, por mencionar algunos. Y de ahí nacen los impuestos, las restricciones y cualquier medida que haga más costoso su uso.
En Chile, durante el último tiempo, lo anterior ha sido impactante. El año pasado se aplicó un impuesto verde, que significó un aumento de precios automático para todos los vehículos. No contentos con aquello, ahora se está discutiendo la posibilidad de aplicar una restricción a los automóviles catalícos, que no es otra cosa que un segundo impuesto, esta vez al uso. Y si bien, la mayor parte de la gente ha rechazado la medida, de seguro la cosa se aplicará igual.
Pese a todo, la fuerza del automóvil parece no ceder. En Chile, se estima que el parque automotriz alcanza los 4,5 millones de vehículos, tres millones de los cuales son autos. Y si bien el crecimiento está relacionado con la economía, es claro que apenas están las condiciones, la gente aumenta su consumo. El correlato de aquello son más y más restricciones. La disonancia es brutal.
Es cierto que el uso de los automóviles genera ciertos costos sociales, pero la verdad es que sus beneficios son superiores. Hacer una cruzada contra ellos, similar a la del cigarrillo, es un error de proporciones. Menos en un país que brilla por la ausencia de un sistema de transporte público eficiente. Porque si todas las energías que se utilizan para detener el uso del automóvil se dedicaran a mejorar el Transantiago, la cosa sería mucho más razonable.
Todo esto sin considerar que la lucha contra los autos es regresiva. Las restricciones son fácilmente esquivables por los sectores más ricos de la población. Pero no por aquellos que con esfuerzo han logrado tener su primer auto. Para ellos el costo es infinito. Para qué hablar de aquellos para quienes el auto es su herramienta de trabajo.
Si los automovilistas fueran un partido político, sería el más grande de Chile. Si fuera una fuerza organizada, nada de esto sucedería. Pero, como no lo son, su fuerza está diluida. Por eso, los políticos no se preocupan de aquello. Y por eso nada cambiará. Pero lo que tampoco cambiará es que el automóvil seguirá vivo, porque, pese a todo, sus beneficios son demasiado importantes.


