Las primeras noticias que llegaron a nuestro país acerca de la muerte de Mario Vargas Llosa señalaban que no se conocían detalles acerca de su deceso. Era una información redundante; sobre una muerte como esa no era necesario saber más que lo único que importaba: que un gran corazón había dejado de latir y un portentoso cerebro se había apagado.
El corazón que dejó de latir ese día era un corazón valiente. El corazón de un hombre que nunca dejó de decir lo que pensaba, sin esperar a que se lo preguntaran. Y el cerebro que se apagó fue uno que nunca dejó de interpretar críticamente cuanto se le mostraba, aun cuando le fuese presentado como verdadero, inobjetable o correcto. El cerebro de un hombre que, desde que se reconoció a sí mismo como alguien que ponía a la libertad por delante de cualquier otro principio, no dejó de ser consecuente con ello y criticó la ausencia de libertades donde quiera que estas fuesen sojuzgadas: desde la Cuba de Fidel Castro al Chile de Augusto Pinochet.
En 1985 Vargas Llosa visitó nuestro país, invitado por la “Fundación del Pacífico”, un centro de estudios que respaldaba la transformación económica implementada durante los años anteriores. Quizás lo habían invitado confiados en que su concepción liberal iba a llevarlo a ignorar o justificar las violaciones a los Derechos Humanos y la ausencia de libertades impuestas por el régimen militar. Pero Vargas Llosa no vaciló un instante en criticar ese régimen y es probable que haya sido la primera persona que, en Chile, habló públicamente de dictadura. Denunció todo lo denunciable sin guardarse nada, a pesar de que probablemente compartía muchas de las reformas económicas que se habían llevado a cabo. Era la voz de un liberal de verdad y de un liberal valiente.
En 1990 se postuló en las elecciones presidenciales de su país. Encabezó una coalición de tres partidos formada por el movimiento que él mismo había creado y que llamó -no podía ser de otro modo- “Libertad”, el Partido Popular Cristiano y Acción Popular. Recorrió Perú explicando con total sinceridad lo que se proponía hacer: una política de reformas y liberalizaciones que se iniciaba con lo que no dejó de definir como un “shock” indispensable para frenar la hiperinflación y estabilizar la economía. La tradición política peruana, encarnada en el APRA, ya se daba por perdida ante este nuevo estilo y esa nueva oferta cuando algo de los viejos tiempos vino a salvar a la tradición: surgió el demagogo capaz de ofrecerlo todo, aunque fuese imposible, y que denunciaba la política propuesta por Vargas Llosa como antipopular a la vez que reclamaba en su favor la ira contra la tradición de corruptelas e irresponsabilidades de la política pasada, se llamaba Alberto Fujimori.
En la primera vuelta Vargas Llosa obtuvo casi un tercio de la votación y ocupó el primer lugar, en tanto que Fujimori ocupó el segundo. En la segunda vuelta todo el Perú de la política tradicional se volcó en contra de Vargas Llosa, en una campaña de mentiras y exageraciones como pocas veces se ha visto en un continente de mentiras y exageraciones como el nuestro. Le temían más a su liberalismo que a la demagogia irresponsable de Fujimori. Finalmente triunfó la demagogia y la mentira sobre la transparencia y la honradez. El resto es historia conocida: Fujimori se demoró sólo once días en aplicar el mismo shock económico que el escritor había propuesto en su campaña y sólo veinte meses en cerrar el Congreso para seguir gobernando como dictador, al amparo que le brindaba su “hombre de confianza” Vladimiro Montesinos, en un esquema muy parecido al que el propio Vargas Llosa describió en su novela “Conversación en la Catedral” sobre la dictadura de Manuel Odría y su hombre de confianza Alejandro Esparza Zañartu.
Es difícil no creer que la realidad económica y política de Perú sería hoy muy diferente si la sinceridad y el liberalismo de Vargas Llosa no hubiesen sido derrotados por la mentira, el odio y la intolerancia.
Y, sí, Mario Vargas Llosa fue también un magnífico escritor. Sin duda el mejor novelista de su generación que fue la que, con el llamado “boom latinoamericano”, devolvió las letras de este continente al mundo. Pero no sólo un novelista: su obra abarcó prácticamente todos los géneros literarios y en todos destacó. Y dentro de la novela fue capaz de abarcar también casi todos los géneros, desde la novela social de “Conversación en la Catedral” hasta la comedia de “Pantaleón y las visitadoras”; desde la novela histórica como “El sueño del Celta” o “La fiesta del chivo” a la biografía novelada, como en “La tía Julia y el escribidor” y “El paraíso en la otra esquina”; del erotismo de “Los cuadernos de don Rigoberto” o “Travesuras de la niña mala” a la fantasía antropológica de “El hablador”. Su talento fue reconocido no sólo por los críticos -no por nada fue galardonado con el Nobel de literatura- sino también -y eso es lo que verdaderamente importa- por sus lectores. Puedo recordar ahora la fila de compradores frente a la librería Gandhi de la calle Miguel Ángel de Quevedo en Ciudad de México, esperando que abriera sus puertas el día en que se había anunciado que se iniciaría la venta de “La Guerra del fin del mundo”. Por cierto, yo era uno de los que esperaban en esa fila.
Pero en donde más brilló el talento de su palabra escrita fue, probablemente, en sus ensayos. Quizás porque allí esa maestría se fundió con el producto de una mente que desbordaba inteligencia y honestidad. Como muy pocos, Vargas Llosa tuvo la entereza de desnudar por entero su intelecto, sin ocultar dudas ni vacilaciones, a la crítica de los demás. Y lo hizo por intermedio de los ensayos y opiniones con los que pobló páginas de libros y medios de prensa del mundo entero.
Quién lea la primera versión de “Contra Viento y Marea” publicada originalmente en 1983, que se abre con una crónica escrita por el periodista Mario Vargas Llosa -“En Cuba país sitiado”- para Le Monde desde La Habana aunque fechada en París el 23 de noviembre de 1962 y se cierra, en lo tocante a la Cuba castrista, con el texto “Los diez mil cubanos” fechado en abril de 1980, podrá leer y disentir o concordar con las reflexiones que marcan la evolución del pensamiento en una mente abierta y crítica. Una que inevitablemente fue conquistada por las formas y los contenidos de los primeros años de la Revolución Cubana, pero, también de manera inevitable, rechazó las formas y contenidos con los que ésta terminó convertida sólo en una dictadura comunista más. Y quien lea los tres tomos sucesivos de la colección de escritos que, con el mismo título, publicó entre 1983 y 1990, podrá apreciar el derrotero de un pensamiento que, sin más presiones ni compromisos que los de su propia capacidad crítica, evoluciona desde un marxismo más o menos juvenil a un liberalismo erudito y responsable, que se exhibe pleno en “El llamado de la tribu” de 2018. Un derrotero que ya en 1989, en su dedicatoria del tercer tomo de “Contra Viento y Marea” a Jean-Francois Ravel describió al señalar: “Creo que en este caleidoscopio de textos se vislumbra el aprendizaje intelectual de la libertad y su difícil ejercicio”.
A ese aprendizaje intelectual de la libertad y a la defensa de sus resultados por intermedio de un infatigable ejercicio de honestidad, estuvieron dedicados a lo largo de una vida el corazón y la mente que se detuvieron el pasado 13 de abril. (El Líbero)
Álvaro Briones



