Un controvertido impuesto

Un controvertido impuesto

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El Impuesto Territorial, también conocido como contribuciones de bienes raíces, ha suscitado una apasionada polémica en las últimas semanas.

Su aumento sostenido en los últimos años (de forma a ratos inconsistente con las condiciones de mercado sectoriales, como es el caso de la “zona cero” de Santiago que vio un alza de alrededor 300% desde 2018 pese a un deterioro evidente del sector), unido a la falta de transparencia en la metodología que utiliza el SII para tasar los inmuebles, reconocida por el propio director del SII,  Javier Etcheberry, en el Congreso, y las historias habituales de propietarios que deben vender o endeudarse para pagarlo, ha llevado a parte de la opinión pública a exigir reformas profundas a su respecto, o incluso su derogación.

Siendo esta una política pública sensible, corresponde a nosotros, los expertos, mirar el panorama de forma racional y desapasionada (o a lo menos transparentando ahí donde ello sea difícil).

Veamos.

Las contribuciones de bienes raíces son un impuesto de corte patrimonial; es decir, no mira a la generación de riqueza ni a la capacidad contributiva, sino simplemente al hecho de ser propietario de un activo. Esto hace que subjetivamente sea muy resistido por el contribuyente persona natural, por cuanto si el activo no produce rentas, para pagarlo deberá echarse mano a otros ingresos que ya pagaron sus propios impuestos; y si las produce, dichas rentas también tributarán de forma separada.

Esto ha llevado a algunos a sostener que desde la óptica constitucional se trataría de un impuesto desproporcionado e injusto. Sin embargo, esa discusión se ha inclinado (en Chile y en el mundo) a concluir que un impuesto patrimonial per se no necesariamente produce una afectación excesiva del derecho de propiedad.

Los impuestos patrimoniales (sea a ciertos activos o al patrimonio total), por ello, se encuentran presentes en numerosos países de robusta tradición constitucional.

En contrapartida, la estadística muestra que, pese a que técnicamente el impuesto no mira a la capacidad contributiva, en los hechos ha resultado ser un impuesto progresivo -vale decir, el gravamen más o menos se encuentra alineado con el nivel socioeconómico de los contribuyentes, considerando que según datos del SII el 79% de los inmuebles se encuentra exento. Si bien ser dueño de un inmueble de alto valor no necesariamente refleja una capacidad contributiva consistente con aquél, la mayoría de las veces sí es el caso.

Por otra parte, el Impuesto Territorial tiene la particularidad de ser uno de los pocos impuestos en nuestro país que no es de auto-declaración, siendo el SII quien determina la base imponible mediante mecanismos de tasación o avalúo fiscal establecidos en la ley.

Si bien ésta determina de manera relativamente genérica las variables y procedimientos que debe seguir la autoridad fiscal para ello, el cálculo específico del avalúo (es decir, cómo se determinó el valor del metro cuadrado en el sector, qué comparables se utilizaron, etc.) no se encuentra a disposición del contribuyente (salvo que se efectúe un requerimiento por ley de transparencia, al que el SII suele oponerse tenazmente).

Asimismo, el procedimiento para cuestionar el monto del avalúo históricamente estuvo restringido a un puñado de causales, y recién con la reforma de 2024 se agregó una causal más genérica que permitirá reclamar sus aspectos más técnicos. Pese a ello, sigue siendo demasiado caro para la mayoría de los contribuyentes, toda vez que requiere asesoría experta, tanto en materia inmobiliaria como legal.

Son estos factores (falta de transparencia, trabas para reclamar) los que sí que merecen reparos desde el punto de vista constitucional y legal, pues una exigencia mínima para toda actuación estatal (especialmente si afecta de manera directa los derechos fundamentales de las personas) es la de transparentar sus fundamentos, como también conceder un acceso expedito y sin trabas a la justicia para corregir cualquier error o vicio de la decisión de la administración.

En el discurso, es difícil defender el status quo en esta materia (ante la polémica, el Director del SII ya anunció más transparencia para el año que viene). Sin embargo, cuando fuere que un cambio redundara negativamente en la recaudación (como seguramente ocurriría si se trasparentara masivamente el proceso completo de avalúo), el impacto sería socialmente alto, por cuanto la recaudación del Impuesto Territorial se canaliza directo a los municipios -y donde la mayor parte pasa directo al Fondo Común Municipal que se distribuyen entre las comunas con menos recursos de Chile.

Entonces, dado que quienes pagan el impuesto son, en su mayoría, las personas de relativamente mayores ingresos, políticamente puede ser muy complejo para el poder ejecutivo innovar en la materia. Agreguemos a eso el creciente déficit fiscal y el estancamiento de la recaudación como porcentaje del PIB y la viabilidad del cambio se ve muy comprometida.

Además, y en contrapartida, el Impuesto Territorial es de muy sencilla administración y prácticamente imposible de evadir, lo cual lo convierte en un impuesto tremendamente eficiente. Ello sugiere que en caso de querer rebajarlo o derechamente eliminarlo, deberemos considerar el costo alternativo de medidas compensatorias más allá de la recaudación.

El debate de política pública, entonces, debería centrarse en lograr un equilibrio razonable. Por ello (y aquí me permito pasar a una opinión personal) cerrar la puerta a las objeciones legítimas de los contribuyentes basándose en que se trata del “20% más rico” el que reclama equivale, mutatis mutandis, a sostener que si un policía practica una detención ilegal a una persona de altos ingresos, ello merece menos atención que una practicada a una que no los tiene.

Además, y por muy marginales que sean en número, los casos aberrantes de adultos mayores que sufren el embargo de su casa por no poder pagar el impuesto, al no tener más ingresos que su jubilación, merecen una mejor respuesta por parte del sistema.

Por supuesto, debemos partir con transparentar los datos de manera de poder discernir cuánta recaudación realmente estaría en riesgo si los criterios y fórmulas de avalúo se corrigieran (asumiendo que efectivamente tienen distorsiones injustificadas, que parece ser el caso), y qué correcciones o modificaciones podrían diseñarse para no acrecentar demasiado el déficit (a lo menos transitoriamente).

Más allá de si nos gustan o no las contribuciones, lo que definitivamente no podemos hacer es discutir en la oscuridad. Al final puede que bajen las contribuciones; puede que a algunos incluso les suban. Sea lo que fuere, que sea por razones y datos disponibles para el escrutinio público -y no la caja negra desde la que hoy aparecen avalúos sospechosamente contraintuitivos. (Ex Ante)

Víctor Fenner