Un animal complejo-Loreto Cox

Un animal complejo-Loreto Cox

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Desde que tenemos conocimiento, el ser humano se ha enfrentado en conflictos por aquello que le permite asegurar su subsistencia, como el agua, la tierra o los recursos. El conflicto es ubicuo: la última CEP preguntó por su percepción en cinco dimensiones; en la más conflictiva —entre personas de izquierda y de derecha—, el 84% percibe conflictos fuertes; en la menos conflictiva —entre ricos y pobres—, los percibe el 73%. Los grupos humanos abundan en conflictos: no es solo que los haya al interior de cada uno de los partidos políticos, sin importar cuán jóvenes e inspirados, los hay también en la Contraloría, en la Clínica Las Condes y en el atletismo nacional, así como en miles de pequeñas juntas de vecinos y en prácticamente todo comité de organización.

A diferencia de otros animales, los conflictos humanos suelen versar sobre cuestiones que poco tienen de materiales. Ya en 1651, el Leviatán de Hobbes identificaba tres causas principales de riña en la naturaleza humana: primero, la competencia por los bienes escasos; segundo, la pelea por la seguridad; y tercero, la gloria: “por pequeñeces, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, y cualquier otro signo de subvaloración”.

En 1977, al estudiar los valores en Occidente, Ronald Inglehart identificaba un cambio importante: las generaciones mayores, que se habían educado en tiempos de escasez y marcadas por la guerra, priorizaban más las condiciones materiales de vida, mientras que quienes habían crecido con la subsistencia ya asegurada daban más valor a temas como la protección del medio ambiente o la igualdad de género. Posmaterialismo, le llamó.

Entonces se pensó que a medida que la subsistencia estuviera más asegurada y nuestros valores se volvieran más posmaterialistas, los conflictos humanos serían más fáciles de resolver —mal que mal, ya no estaría en juego la subsistencia—. Sin embargo, vemos que alrededor del mundo cuestiones que no afectan directamente las condiciones materiales de vida —como las posiciones sobre el aborto o el rol de la identidad nacional— desempeñan un papel central en el debate político. Que qué se puede hacer y no hacer con una bandera, que si es un “que” o un “quien” que está por nacer, son cuestiones que a ratos parecen importar más que la vieja lucha por la redistribución, que a menudo se considera el corazón de la política. La historia de la sociedad estaría, entonces, lejos de ser aquella de las luchas de clases. No, el ser humano pelea por asuntos abstractos, a veces sustanciosos; otras, frívolos y extravagantes.

Quizás sea por ello, por esa vasta diversidad de intereses humanos —de subsistencia y suntuarios, sublimes y vanos—, que los votos resultan tan inasibles. No hay fórmula unívoca para desentrañar la compleja combinación de razones que gatilla la pasión o la ira del electorado. “Debemos sacarnos de encima (…) aquella superstición ingenua de que el mundo debe estar organizado en forma tal que sea posible descubrir, por observación directa, regularidades simples entre todos los fenómenos”, decía Hayek. Y, agregaba, si las ciencias que estudian al ser humano han sido menos exitosas que las naturales a la hora de descubrir reglas de comportamiento, no es sino porque trabajan con una materia más compleja. (El Mercurio)

Loreto Cox