La imagen de Alejandro Toledo esposado, ingresando a la cárcel, es bastante fuerte. El hombre de origen indígena, que se ufanaba de haber hecho un gobierno relativamente razonable, combinando pragmatismo económico con un discurso considerado maravilloso por las nuevas izquierdas latinoamericanas, resultó ser un malandrín. Es lo más parecido a la imagen de un forajido alcanzado por la mano de la justicia.
El episodio invita a interrogarse sobre el estado de la democracia en América Latina. ¿No perfora la conducta de Toledo aún más el concepto que se tiene sobre este sistema de organización política?
La verdad es que su larga fuga, y la persistencia de la justicia peruana, forman parte de las desventuras de las democracias latinoamericanas. No fue el primero -ni será el último- en fugarse. Tampoco ha sido el primero, como tampoco será el último, en poner en cuestión los cinco criterios claves de calidad de la democracia según la Economist Inteligence Unit: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política democrática y libertades civiles.
El deterioro toledista de aquellas cinco claves bien puede ser visto bajo el prisma del llamado “efecto Mona Lisa”. Es decir, las personas están siempre sometidas a la sensación de estar siendo observadas en su conducta pública. Es la percepción que genera el llamado sfumato, ese toque plástico que difumina las líneas de su rostro indeterminando por completo si aquella mujer se mofa o se ríe con socarronería o sencillamente mira de manera escrutadora al observador.
Esto sucede en todas las democracias latinoamericanas. Siempre coquetean, flirtean, con la democracia, pero no saben cómo pasar a otras etapas. Entienden las expresiones de la democracia, las admiran, pero, con incapaces de evitar esas pulsiones hacia el desorden, el populismo y la demagogia.
Todo sabemos que varias democracias latinoamericanas tienden a no respetar el sistema electoral. Que casi todos los gobiernos funcionan de mal a pésimo. Que la participación política y la separación estricta de poderes son modelos más bien abstractos. Que no pocos gobernantes confunden y enajenan a la población, haciéndola creer que democracia es un simple asambleísmo infinito. Que frecuentemente se pasa a llevar la sociedad civil. Que la transparencia no va más allá de generalidades y decires.
Este lamentable cuadro suele estar acompañado de mandatarios cayendo en estados de delirio. Algunos con escándalos tan extremos que, a menudo, la gestión de su predecesor termina siendo vista como sobria.
Teniendo en cuenta los criterios de calidad señalados por la EIU, el caso Toledo confirma dos tremendas verdades. Escasa familiaridad con una cultura política que sirva de pilar al régimen democrático y la corrupción.
Con él ha quedado en claro que, no por ser indígena, se está exento de corruptelas. Que no por actuar con pragmatismo en economía, se evitan la putrefacción y el hedor de los sobornos. Y que la retórica novedosa y grandilocuente oculta muchas veces a pillarejos.
Es probable que el mayor daño causado por Toledo radique justamente en haberse presentado como un salvador del rumbo político tomado por Perú con Fujimori, cuya administración se consideraba nefasta por aquellos años. Toledo ofreció espacios al mercado y se vanagloriaba de combinar crecimiento económico con una apertura al mundo indígena y pobre. A ojos de las izquierdas latinoamericanas parecía el artífice de un mundo maravilloso.
Sin embargo, la opacidad de su gobierno impidió darse cuenta que, simultáneamente él ingresaba a otro mundo, aún más maravilloso. Para él y sus cercanos. Bajo la luz amistosa de la luna (tacitae per amica silentia lunae, en voz de Virgilio), Toledo tomaba la mano generosa de Odebrecht.
La justicia peruana, que ha estudiado el caso a fondo, se armó de paciencia y pidió reiteradas veces la extradición. Pronto determinará por cuánto dinero sucumbió a las tentaciones y cuánto más hay en las cuentas offshore de él, de su esposa y de su suegra. Es lo que, hasta ahora, se sabe.
Sin embargo, y pese a sus múltiples vulnerabilidades y aparente indefensión, la democracia peruana está dando con esto un ejemplo positivo. Tiene ahora tres reos emblemáticos. Sólo resta por saber cuánto impacta este asunto en el pesimismo reinante y cuándo se disipará la nube negra sobre la democracia peruana.
La razón del pesimismo peruano es objetiva. Obedece a varios fracasos fuertemente entrelazados: la Constitución del 93, el llamado proceso democratizador post fujimorista (encabezado por Toledo) y el experimento de ese “maestro rural” llamado Pedro Castillo, sin habilidades prácticas ni cognitivas para ejercer la primera magistratura.
Son fracasos que invitan a la confusión.
La Constitución del 93, pese a controlar la hiperinflación, reducir la pobreza, crear el marco constitucional para generar riqueza y establecer el orden, terminó acusada de fomentar el mercantilismo. Fujimori renunció vía fax desde Tokio y obsequió una de las tantas excentricidades latinoamericanas de las últimas décadas.
A su vez, Toledo, ese niño lustrabotas que llegó al palacio presidencial, llenó de júbilo debido a supuestos logros en materia de participación civil. La izquierda limeña, blanca y elitista, se rindió y lo calificaba de “cholo sano y sagrado”. Pese a su escandalosa vida personal, con insistentes acusaciones de alcoholismo, entregó el gobierno según procedimientos convencionales y se retiró relativamente en paz. Sin embargo, poco a poco se fue develando un no menos escandaloso contubernio con las empresas de ingeniería brasileñas a las que entregó de manera turbia jugosos contratos con el Estado.
El destino quiso que los sucesores de Toledo hundieran al país en un caos político-partidista, que llegó a su clímax con Pedro Castillo. Este, tras desatar una anarquía total, buscó un autogolpe al más puro estilo fujimorista y logró ser detenido a tiempo. Hoy pasa su tiempo junto a Fujimori en el centro penal de Barbadillo.
Pese a las desdichas de la democracia peruana, su Presidenta interina y las instituciones están respondiendo adecuadamente. Manejó con aplomo la intentona insurgente provocada en la frontera con Bolivia y promovida por Evo Morales, quien de paso fue declarado persona non grata. Por estos días trata con mano firme la crisis migratoria. And last but not least, acaba de conseguir la extradición de Toledo. El muchacho que antes deslumbraba ha ingresado también a Barbadillo, donde acompaña a Castillo y a Fujimori. La democracia peruana no ha sucumbido.
Ahora queda que el Congreso acuse el desafío de ir tomando en serio el trabajo legislativo, a sabiendas que la polis democrática moderna no puede funcionar adecuadamente sin eso.
El caso Toledo ha sido muy instructivo. El “efecto Mona Lisa” de la democracia sigue ahí. La mirada escrutadora vigila. No es poco ante tantas tribulaciones. (La Tercera)
Iván Witker



