Una de las preguntas del debate constitucional es la relativa a los derechos sociales. ¿Habrá que ampliarlos para garantizar algunos bienes? ¿Quizá restringirlos para no desatar expectativas imposibles de cumplir? Algunos abrigan grandes esperanzas en esos derechos; otros, grandes temores.
Para que las esperanzas sean moderadas, y los temores, infundados, es necesario dilucidar el significado que poseen esos derechos.
Para los juristas, el sentido de un derecho es, ante todo, conferir un título para exigir, incluso coactivamente, una acción o una omisión de parte de un tercero. Así, la pregunta sobre los derechos sociales consistiría en dilucidar si acaso se puede dotar a los ciudadanos —solo por su condición de tales— con un título para reclamar ciertos bienes básicos. ¿Tiene sentido que la Constitución establezca el derecho a la vivienda y permita a los ciudadanos exigir su cumplimiento por parte del Estado, al modo en que un vendedor reclama el pago del precio?
Suele sostenerse que no, porque para satisfacer ese tipo de derechos sería necesario que la sociedad en su conjunto alcanzara un cierto nivel de bienestar cuya obtención no puede asegurarse. Si se los admitiera, se agrega, habría que subordinarlos al logro de un cierto nivel de desarrollo. Esto fue, por ejemplo, lo que se decidió a propósito de la gratuidad en la educación superior chilena: la gratuidad se expandiría conforme mejorara el nivel del producto nacional.
En contra de este punto de vista se dice que esgrimir la economía para negar esos derechos es un sofisma. Los derechos civiles y políticos, se arguye, también exigen ingentes recursos —mantener un sistema electoral, un sistema judicial— y a nadie se le ocurriría omitirlos. Sin embargo, este argumento tampoco es definitivo porque en el caso de los derechos civiles y políticos el Estado financia una infraestructura general (v.gr., el sistema electoral o de justicia), pero no el acceso a ningún bien en particular como ocurriría con los derechos sociales.
Así, los juristas se debaten entre la admisión de esos derechos como meros programas dirigidos al legislador o como promesas vacías dirigidas al individuo.
Sin embargo, las consideraciones anteriores dejan en la penumbra el verdadero problema que subyace a este debate.
Para apreciarlo hay que abandonar el plano jurídico y mirar el asunto desde el punto de vista sociológico.
T. H. Marshall sugirió, hace casi setenta y dos años, que la sociedad moderna está impulsada por dos tendencias: por una parte, una tendencia divisiva producto de las desigualdades de clase, y, por otra parte, una tendencia integradora que sería, dijo Marshall, el resultado de los derechos, primero civiles, luego políticos y, más tarde, sociales.
El punto de vista de Marshall está formulado, de algún modo, para oponerse al punto de vista de Marx. Marx pensó que los derechos del hombre eran principios apenas formales que ocultaban las relaciones de clase. Para T. H. Marshall la división de clases, sin embargo, era solo una de las dimensiones que configuraban la vida social. Al lado de ella había otro principio, un principio integrador, un movimiento inclusivo inherente a la aparición del Estado moderno que acompañaba al capitalismo: la extensión de la ciudadanía representada por la aparición de derechos sociales. Estos últimos eran el reconocimiento de que al lado de la posición de clase de las personas había una pertenencia común que si bien no garantizaba una igualdad de recursos (o de renta, como él prefiere llamarla), sí confería una igualdad cualitativa en ciertos niveles de la vida al permitir que las personas, al margen de su desempeño, accedieran a una experiencia compartida, a ciertos bienes básicos indispensables para una vida humana.
Para T. H. Marshall el abandono de los derechos sociales significaría dejar entregado el curso de la evolución a solo una de las fuerzas que impulsan a la sociedad moderna. Si solo se establecieran derechos individuales, observó, lo que se lograría sería reproducir las posiciones de clase, el principio divisivo, como él subraya, de este tipo de sociedades. La existencia, en cambio, de un principio integrador que estimule la pertenencia a una comunidad política y que establezca bienes básicos igualmente distribuidos, sería la única forma de legitimar las desigualdades de clase que, como decía Weber, es posible apreciar en todas las sociedades.
Así, el debate constitucional debe decidir una cuestión política de largo alcance. Si acaso en las aspiraciones de la sociedad chilena habrá o no un principio integrador que evite que la inevitable estructura de clases tenga la última palabra: un principio que legitime las desigualdades y permita distinguir las merecidas de las inmerecidas. (El Mercurio)
Carlos Peña



