Tiempos kafkianos

Tiempos kafkianos

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Un abogado interpuso un recurso solicitando se le protegiera de la invasión a su privacidad y se cuidara el secreto profesional. La solicitud tenía por objeto impedir que las conversaciones que mantuvo con el abogado Hermosilla fueran revisadas. Como se sabe, habría miles de páginas transcritas que los investigadores examinan acuciosamente.

¿Es correcto que un órgano del Estado revise todas las comunicaciones que una persona mantuvo con terceros, a partir del hecho que una de ellas parece constitutiva de un delito?

Ese es el problema que planteó el abogado.

Un breve recuerdo histórico acerca de la Inquisición ayuda a comprender la magnitud ciudadana de ese problema. Y el peligro que encierra. Conforme a las reglas de la Iglesia del siglo XIII —cuyo objeto era perseguir, entre otras, la herejía de cátaros y valdenses—, un obispo debía visitar los lugares bajo su jurisdicción a fin de averiguar qué había ocurrido durante su ausencia. El obispo practicaba entonces la inquisitio generalis, preguntando a todos los que debían saber —los notarios o los hombres virtuosos— qué había ocurrido desde la anterior visita. No es que el obispo supiera de un hereje. No, no, no. Lo buscaba. Lo buscaba en la certeza de que en la comunidad debía haber alguno. Si al interrogar a los vecinos encontraba algo (porque, por ejemplo, alguien había oído una frase cercana a la herejía), entonces el obispo pasaba a un segundo momento, la inquisitio specialis, que consistía en averiguar qué se había hecho y quién lo había hecho, en determinar cuál era la falta y quién su autor. En ese momento, todos los habitantes y todas sus conversaciones estaban bajo sospecha.

Como se observa, en ese procedimiento (el procedimiento inquisitivo que inspiró algunas formas del procedimiento penal que se creyó con la reforma haber dejado atrás) no se espera saber de un delito antes de investigar, sino que se tiene ex ante la certeza de que en alguna parte ha de haberse cometido alguno, de manera que es cosa de indagar, de hurgar en la vida de las gentes, para encontrarlo. Algo semejante a lo que parece ocurrir hoy: si el celular de un abogado (Hermosilla) reveló un delito, entonces hay que revisar todas sus conversaciones en todos sus pormenores, puesto que por allí ha de haber otro.

Pues bien. El peligro que tiene este procedimiento frente al que ese abogado buscó inútilmente protección, es análogo al inquisitivo. Y se trata obviamente de una práctica lesiva de los derechos de una democracia liberal. Y los abogados y el colegio respectivo deberían oponerse. Se indaga en un teléfono y se revisa no una llamada o un puñado de llamadas, sino que todas las llamadas buscando un delito. La inversión de la presunción de inocencia es manifiesta: bajo ese criterio, todos quienes se comunicaron con el abogado son susceptibles de ser investigados, puesto que todos pueden haber cometido un delito. Si una de las llamadas fue constitutiva de un delito, reza el criterio, entonces cualquiera puede serlo y hay que oírlas y saber qué dicen.

El principio es irrefutable —cualquiera de nosotros puede haber infringido la ley, y es cosa de investigar para encontrarlo—, pero es también irrefutable que una democracia liberal no puede descansar sobre un principio como ese, un principio voyerista, inquisitorial, sumarial, que considera correcto y de acuerdo a la justicia hurgar en las comunicaciones de manera indiscriminada tras la búsqueda de delitos, arguyendo como razón para hacerlo que se sabe que alguna vez se cometió uno y que si se cometió uno, entonces pudieron haberse cometido varios y que es cosa de buscar con paciencia para encontrarlos.

Es evidente el aire kafkiano de todo esto. Las autoridades (dice uno de los guardias en El Proceso) no buscan culpables, es la culpa la que las atrae.

Y es que parece que en estos tiempos en que todos son víctimas (por el género, la etnia, la opción sexual, la constitución física, etcétera), todos también son victimarios, solo que no lo saben. Hasta que la autoridad —la fiscalía— los descubre al oír sus conversaciones o revisar sus vidas.

Hay algo de desquiciado y peligroso en esta convicción que se está expandiendo en la cultura y según la cual, basta una querella para cancelar en todas las dimensiones de la vida al querellado, el anuncio de una formalización para que el investigado sea considerado un indudable criminal, un inmigrante indocumentado para ser un flagrante delincuente al que se impide transitar y una llamada telefónica constitutiva de delito para que una vida de conversaciones pueda ser fisgoneada y oída por terceros a quienes no se dirigían, como si por detectarse una infracción de la ley o iniciar una investigación, se debiera despojar a la gente de su condición ciudadana o de su dignidad.

Como para pensar que si Kafka hubiera sido un santiaguino de hoy, y no praguense, El Proceso sería apenas una novela costumbrista. (El Mercurio)

Carlos Peña