Chile enfrenta una contradicción política que explica buena parte de las tensiones recurrentes sobre su gobernabilidad. Mientras sus instituciones operan eficazmente bajo lógicas de consenso, sus actores políticos actúan crecientemente mediante prácticas adversariales. Este desacople no es solo un problema funcional, sino que también es la causa de una parálisis decisoria que impide al país abordar agendas urgentes y satisfacer demandas ciudadanas crecientes.
Un diseño institucional orientado al acuerdo
La arquitectura política chilena sigue, casi al pie de la letra, el modelo de democracia consensual descrito por Arend Lijphart. En rigor, solo dos de sus diez características corresponden a democracias mayoritarias. El presidencialismo chileno combina una legitimidad democrática directa y significativa con poderes ejecutivos relativamente moderados. El presidente cuenta con iniciativa exclusiva en materias presupuestarias y de gasto público, potestad reglamentaria amplia, aunque sujeta a control y capacidad de veto legislativo, pero carece de instrumentos como los decretos de necesidad y urgencia o las órdenes ejecutivas que caracterizan a otros presidencialismos americanos. En consecuencia, en Chile, la negociación no es una opción, sino una necesidad estructural para tomar decisiones.
El bicameralismo simétrico refuerza esta lógica. El Senado y Cámara de Diputados poseen exactamente las mismas atribuciones legislativas, configurando dos arenas de veto equivalentes. Todo proyecto de ley debe superar ambos filtros, y en un contexto de diecisiete partidos con representación parlamentaria, esa complejidad decisoria se multiplica exponencialmente. El sistema electoral proporcional D’Hondt, aplicado en veintiocho distritos pequeños y medianos, facilita la dispersión partidaria y la conformación de pactos electorales múltiples, incluso con presencia significativa de candidaturas independientes. Hoy tenemos un multipartidismo altamente atomizado: ocho partidos superan el cinco por ciento de los votos y diecisiete obtienen escaños. La volatilidad electoral es alta, la polarización política es creciente y la institucionalización partidaria es débil.
A ello se suman otros rasgos típicamente consensuales: una Constitución rígida, que exige quórums de cuatro séptimos en ambas cámaras para su reforma; un Tribunal Constitucional con control preventivo y represivo que actúa como punto de veto adicional; y un Banco Central autónomo que opera como ancla tecnocrática de estabilidad macroeconómica.
Cabe subrayar que pocas -si es que alguna- de estas características estructurales fueron objeto de cuestionamiento sustantivo en los dos procesos constitucionales fallidos. Por lo tanto, el problema no es principalmente el diseño institucional.
Actores que no juegan según las reglas del sistema
El principal desafío surge cuando los actores políticos no se ajustan a las reglas del sistema en el que operan. En lugar de internalizar la lógica del acuerdo, actúan bajo una racionalidad adversarial, propia de sistemas mayoritarios. Los gobiernos se estructuran sobre coaliciones amplias -de siete a diez partidos-, pero enfrentan costos de coordinación crecientes, baja disciplina legislativa y lealtades partidarias cada vez más frágiles. La indisciplina legislativa se ha vuelto una práctica recurrente, debilitando la capacidad del Ejecutivo para articular mayorías estables.
Paralelamente, el Congreso ha buscado ejercer funciones propias de un parlamentarismo de facto, pretendiendo condicionar toda la agenda gubernamental, forzando vetos cruzados y trasladando la responsabilidad política de la toma de decisiones hacia arenas que el diseño institucional no contemplaba. Además, se ha producido un uso excesivo y a menudo abusivo de las acusaciones constitucionales, que han pasado de ser un mecanismo excepcional de control a un instrumento habitual de confrontación política.
Parálisis decisoria y crisis de representación
Cuando instituciones diseñadas para el consenso se combinan con prácticas políticas adversariales, el resultado es previsible: parálisis decisoria. Chile dispone de un sistema que puede funcionar adecuadamente si existen acuerdos básicos duraderos, construidos mediante la incorporación de múltiples voces. Sin embargo, sus élites políticas lo utilizan crecientemente como si se tratara de un juego de suma cero. Las consecuencias van más allá de la lentitud en la toma de decisiones. Se trata de la incapacidad de reformar aquello que requiere ser reformado, de adaptar el marco institucional a nuevos desafíos y de responder a las demandas ciudadanas con la oportunidad que la democracia contemporánea exige.
Esta disfuncionalidad alimenta, a su vez, la crisis de representación: ciudadanos que no se sienten interpretados por los partidos, desconfianza persistente en las instituciones y creciente brecha entre expectativas sociales y capacidad efectiva de respuesta del sistema político. A la fragmentación se une la polarización y el resultado a nivel del sistema de partidos es la atomización polarizada.
Conclusión
En resumen, Chile se enfrenta a una decisión estratégica. Si opta por mantener un sistema consensual -como todo indica-, sus actores deben volver a negociar de buena fe, fortalecer la disciplina política y asumir los costos del acuerdo. Si, en cambio, prefiere una lógica adversarial, deberá reformar sus instituciones para permitir la formación de mayorías eficaces y responsables. Lo que resulta insostenible es continuar en esta zona intermedia, donde se combinan los peores rasgos de ambos modelos: la lentitud del consenso sin sus beneficios de inclusión y estabilidad, y la confrontación del sistema adversarial sin su capacidad de decisión. (El Líbero)
Eduardo Saffirio



