Hace pocos días se habló nuevamente de invasión en Washington. Por un momento pareció, esta semana, que comenzaba la guerra en el Caribe. En la tarde del miércoles se aseguraba que el Presidente Donald Trump anunciaría la primera acción directa de fuerzas militares norteamericanas en uno de varios conflictos iniciados o escalados en su segundo gobierno. La dureza de la retórica era insuperable y el escenario se había ido preparando. El mandatario norteamericano acusó, a través de su propia red Truth Social, al gobierno de Venezuela de «terrorismo, narcotráfico y trata de personas». Recordando, además, la presencia en la región de “la mayor armada que se haya visto en la historia de Sudamérica”, anunció que no cejará en su presencia allí mientras no le devuelvan “todo lo que nos han robado”, sin especificar cuáles son las tierras, mares, petróleo o bienes que incluye en esta exigencia.
Sobre esta base, Trump declaró un bloqueo total y completo de todos los buques petroleros sancionados por Estados Unidos; poco después declaró que el gobierno de Venezuela es una “organización criminal internacional”, lo cual lo haría susceptible de acciones militares directas.
La noticia del día 17 de diciembre fue entonces que, en un discurso programado en la noche desde la Casa Blanca, para informar sobre temas económicos, el Presidente se saldría de la pauta, e incluiría el ataque a Venezuela. La magnitud del anuncio se vio confirmada cuando Tucker Carlson, el conocido periodista de extrema derecha, huésped habitual de la Casa Blanca y muy cercano a Donald Trump, anunció que, en su discurso al país en la noche del miércoles 17, Donald Trump declararía formalmente la guerra contra Venezuela. Todos los medios (y no pocos comentaristas, incluyendo al suscrito), se sentaron ante el televisor, preparados para escuchar esa noticia.
Sería además una gran coincidencia. Hace 36 años, el 20 de diciembre de 1989, el gobierno del Presidente George H.W Bush ordenó la invasión de Panamá, la Operación Causa Justa, una acción militar del Ejército de los Estados Unidos, destinada a derribar el gobierno del General Manuel Antonio Noriega, acusado de narcotráfico, crimen organizado y terrorismo, cargos bastante parecidos a los lanzados ahora contra Nicolás Maduro y su gobierno. La Operación Causa Justa fue exitosa y breve; en tres semanas Noriega estaba en prisión y sería extraditado a Estados Unidos para ser juzgado por los cargos en su contra. El Presidente electo de Panamá Guillermo Endara, despojado de su elección víctima de un fraude electoral, ocuparía el cargo. Pero Bush, más que nadie, era un Presidente de certezas; Trump es el rey de las incertidumbres.
Y no pasó nada. No hubo anuncio, ni siquiera una mención de Maduro o Venezuela. Trump hizo un fuerte discurso política interna, de defensa de los supuestos logros alcanzados por su gobierno en los últimos once meses, sin referirse a ningún conflicto internacional. La excusa de Carlson aún no es clara; él creía saber mucho del gobierno de Trump, pero la verdad es que de este gobierno nadie sabe nada cierto; sólo Donald Trump sabe lo que hará Donald Trump.
O sea, por ahora no hay guerra. Pero, más bien dicho, no hay invasión. Porque la ofensiva de Estados Unidos en contra del gobierno de Venezuela ya está en plena marcha desde hace más de cien días. Primero fue una demanda de renuncia de Maduro, que rompió la imagen de algunos comentaristas en el sentido de que tal vez el gobierno de Trump no tenía interés en Venezuela y su proceso político. Luego se puso en marcha la operación en contra de pequeños barcos en el Caribe, sospechosos de portar drogas, que han dado como resultado, 99 muertos en 28 ataques. A continuación se inició un gran despliegue de naves de guerra de alto calado en aguas del Caribe, que presagiaba un bloqueo de magnitud. A estas alturas ya era claro que el petróleo de Venezuela está al centro del conflicto y que la exigencia es política: el fin del gobierno de Maduro y su derrocamiento, sin descartar una invasión terrestre para ello.
La información de estos ataques proviene solamente del gobierno de Washington, sin que se hayan entregado las evidencias en que se basa la acción contra estos barcos. Por ello la información de prensa más reciente comienza a jugar un papel importante. El Washington Post de unas semanas atrás informó que 2 de septiembre pasado se produjo el primer ataque en contra de una nave con once tripulantes, la cual, según los expertos de inteligencia, llevaba un cargamento de droga. Llegados a esa convicción, dice el periódico de la capital norteamericana, el Secretario de Defensa Pete Hegseth dio una orden verbal: “la orden fue matar a todos”.
El sólo hecho de que el ataque se produjera contra personas cuya identidad aún no se conoce públicamente, ha causado bastante conmoción en los medios políticos y judiciales de Estados Unidos. Pero la noticia del Washington Post luego fue más allá: cuando se disipó el humo del misil lanzado desde la costa de Trinidad, se pudo ver a dos sobrevivientes, sujetos de los escombros de la nave. Existiría incluso una filmación desde un dron, mostrando a los dos hombres aferrados a un costado del barco. De inmediato, el comandante de la operación, ordenó ejecutar la orden del Secretario y ultimar a los sobrevivientes.
La noticia fue lo suficientemente dramática como para provocar un desmentido del propio Jefe de Estado. Al día siguiente, el Presidente Trump declaró su plena confianza en que el Secretario de Defensa no había dado la orden verbal de matar y agregó que el “jamás habría querido que los sobrevivientes fueran rematados”. Pero la realidad es que el hecho está grabado y que este primer ataque fue seguido por otros, que han elevado el número de muertos no identificados. Además, algunos países caribeños ya han tomado partido: Trinidad y Tobago y Guyana dan apoyo logístico a los ataques, aunque seguramente inciden más en su conducta, los diferendos limítrofes que frecuentemente Venezuela anuncia contra ellos.
Por otra parte, hay que reconocer que el personaje de Nicolás Maduro es lo suficientemente negativo, como para provocar a muchos en el continente a simpatizar con su salida. Se trata de un gobernante ilegítimo, que se autoproclamó sin entregar resultados y se quedó con un cargo que no le pertenece. También es considerado el principal culpable de la mayor ola migratoria jamás ocurrida en la región, con más de siete millones de venezolanos, un cuarto de la población del país, viviendo en toda América Latina, Estados Unidos y Europa; y de la exportación del crimen y la criminalidad organizada, con niveles inéditos de violencia. Se le culpa, asimismo, de la severa represión en contra de la población en su país y de la persecución ilegal de opositores en el exilio. Pocos gobiernos en el mundo tienen menos legitimidad del que encabeza Nicolás Maduro. Un número muy importante de países sudamericanos y europeos se niegan a reconocerlo como Presidente de Venezuela. Una cuestión distinta, sin embargo, es si otro país, por poderoso que sea, puede arrogarse el derecho -sin siquiera consultar con organismos internacionales- de efectuar un «cambio de régimen».
La escalada del conflicto en el Caribe aumenta más su importancia, cuando tiene lugar en medio de un inesperado cambio en la visión global de la administración Trump, que parece destinado a provocar una presencia mucho más fuerte en la región, de aquella que era previsible hace menos de un año. En la noche de su segunda inauguración, el Presidente respondió de manera muy clara a la pregunta sobre su política hacia nuestro continente. “Ellos nos necesitan mucho más de lo que nosotros. No los necesitamos. Nos necesitan”.
Por cierto, era claro que México estaba en una categoría distinta y Trump también hizo esa vez un guiño a Brasil. Pero el contenido general era claro y similar al gran desinterés con que Trump había tratado a América Latina en su primera administración, durante la cual fue el primer Presidente de Estados Unidos que no asistió a la Cumbre de las Américas.
El cambio es visible cuando ahora, en su documento oficial de Estrategia de Seguridad Nacional, el texto cambia por completo “tras años de descuido los Estados Unidos reafirmarán y harán cumplir la Doctrina Monroe, para restablecer la preeminencia Americana en el Hemisferio Occidental y para proteger nuestra patria y nuestro acceso a geografías clave a lo largo de la región”.
Sólo dos comentarios sobre esta afirmación. Primero, Trump asume la Doctrina Monroe en toda su extensión. En su versión original, de 1823, se trataba de controlar la presencia Europea en América, evitando que sus guerras y conflictos llegaran a la región. Pero hay también un “Corolario Roosevelt”, proclamado por el Presidente Teodoro Roosevelt en 1904, para afirmar el derecho de Estados Unidos de intervenir cuando se produjeran hechos que amenazaran la estabilidad de la región y obligar a los países a cumplir a sus obligaciones financieras. Y ahora se agrega un “Corolario Trump” que es “una restauración potente y de sentido común del poder Americano y sus prioridades, consistente con los intereses de seguridad de los Estados Unidos”. En términos simples Estados Unidos se asigna el derecho de intervenir directamente para proteger sus intereses, sean ellos políticos o económicos.
Segundo, aunque este es un documento estratégico, es importante notar que no existen alusiones a la democracia, el respeto de los derechos humanos o el desarrollo de las demás naciones americanas, sino sólo aquellas situaciones que tienen que ver con los intereses de la potencia dominante.
Es este marco debemos ubicar el análisis de la actual aventura de Donald Trump en el Caribe. Este no es solamente, como han dicho algunos comentaristas, un retorno a la Guerra Fría en América Latina. Es la declaración de una primacía de la nación más poderosa del hemisferio, sobre el resto de los países miembros, que verían así limitada su soberanía cuando el gobierno de Estados Unidos considere que alguna de sus decisiones afecta sus intereses políticos o económicos. Trump no quiere reivindicar su derecho a actuar sobre Venezuela, para la restauración de la democracia. La palabra “democracia” no aparece en documento de Estrategia. Lo que se propone es reafirmar un derecho pleno a la intervención que no supone ninguna decisión colectiva, de la OEA, la OTAN o el Consejo de Seguridad de la ONU, sino sólo del país dominante.
El tono con el cual el Presidente de Estados Unidos profiere sus amenazas y anuncia sus acciones, como si fuera el dueño del hemisferio ha molestado a muchos. Más allá de la antipatía que esta afirmación puede provocar, es coherente con un país que afirma su derecho a disponer sobre la soberanía del resto. El documento de Trump, al igual que la doctrina Monroe y el Corolario Roosevelt, no levanta asuntos de derechos humanos o democracia, sino que constituye una proclama que legitima la intervención.
En las últimas cuatro décadas muchas cosas han cambiado en América Latina. A comienzos del siglo se reconocía que todos los países de la región, sin excepciones, tenían gobiernos elegidos democráticamente. La Carta Democrática Interamericana, suscrita en Lima en el día aciago del 11 de Septiembre de 2001, parecía asegurar que esa democracia se iría perfeccionando, a medida que aumentaba también la expansión económica de la región, en plena era de globalización. La historia de América Latina en la Guerra Fría parecía superada y en la región reinaba el optimismo. La potencia dominante, vencedora de esa guerra parecía dispuesta a un trato distinto con sus vecinos del sur.
Hoy parece que la historia anterior puede repetirse. La política norteamericana ha virado en el último año, para retornar a conceptos del pasado, mientras América Latina exhibe nuevamente gobiernos autoritarios y habla más de orden y seguridad, que de crecimiento, desarrollo y democracia.
Eso explica nuestra alusión a la invasión de Panamá hace 36 años. Nuestro continente no ha sido capaz de resolver la crisis venezolana, portadora también de secuelas de migración masiva e inseguridad. Y la solución parece ofrecerse nuevamente por medio de la nación dominante, que muchos parecen más que dispuestos a aceptar.
¿Volveremos nuevamente a ser el “patio trasero”? (El Líbero)
José Miguel Insulza



