Resignación en Palacio

Resignación en Palacio

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Literalmente, a La Moneda se le apareció la campaña presidencial. En rigor, la decisión del ex presidente Lagos de anticipar su voluntad de competir en la próxima contienda remeció el escenario político, abriendo un ciclo en que el gobierno comenzará a perder centralidad. Para algunos, es una señal más de su debilitada conducción y mínimo respaldo; para otros, es una oportunidad para que el Ejecutivo pueda desplazar la tensión que lo consume hacia un eje de expectativas más alejado de su labor.

Por razones seguramente más vinculadas a los misterios de la psicología que al cálculo político, la presidenta Bachelet optó en este trance por mantener el estatus quo y no hacer modificaciones en su equipo y diseño de gobierno. Frente a las constantes presiones del oficialismo para realizar un cambio de gabinete, la Mandataria prefirió dejar todo como está, aún ante la evidencia de que su popularidad -y la del Ejecutivo-, continúan su inexorable espiral de descenso. En los hechos, o no hay ya esperanza de poder provocar una inflexión sustantiva, o simplemente el obstinado cuadro de deterioro político dejó de ser una consideración relevante.

Si La Moneda no aspira a mejorar su performance y su imagen, el adelantamiento de la contienda presidencial le resultará sin duda positivo, una circunstancia donde su propio desgaste puede contribuir a desplazar la atención crítica hacia otros actores y otras controversias. Es una lógica a la que se resiste nuestro atávico presidencialismo, ya que de modo inevitable tiende a debilitar la gestión sectorial y política del gobierno. Pero eventualmente podría ser funcional a una mandataria que decidió renunciar al respaldo popular y sólo aspira a sacar adelante sus proyectos de ley, para los que cuenta con las mayorías parlamentarias requeridas.

El problema de esta alternativa, es que a la larga no puede evitar transferir el deterioro del Ejecutivo a las opciones presidenciales del oficialismo, es decir, imponer una pesada carga para cualquier alternativa que intente dar continuidad a lo que este gobierno encarna y representa. De alguna manera, renunciar al desafío de mejorar la popularidad, es renunciar también a ser un activo político, dejar a los partidos y a los candidatos sin un piso desde el cual proyectar su oferta electoral. Es cierto que en su administración anterior, una presidenta con el 80% de respaldo no pudo convertirse en un factor dirimente del resultado final,pero es mucho más claro todavía que un gobierno que anticipadamente acepta su fracaso político, pone el escenario aún más cuesta arriba.  

Con todo, Michelle Bachelet parece ya entregada a lo que seguramente siente como un destino insalvable. Así, la Nueva Mayoría no podrá contar ni siquiera con su mínimo esfuerzo para intentar revertir el actual cuadro. Los partidos y los futuros candidatos deberán remar solos en contracorriente. Y el problema es que representar a un gobierno paralizado por su impopularidad supone un peso enorme. Tomar distancia, en cambio, dejaría al oficialismo huérfano, sin nada que proyectar salvo la necesaria ‘rectificación’ de lo hecho en estos años. Más difícil aún, cuando entre sus integrantes no existe ni siquiera un acuerdo mínimo respecto a cómo seguir adelante.

En definitiva, la presidenta Bachelet y su gobierno optaron por enfrentar su crisis con negación e inmovilismo, renunciando a la posibilidad de mejorar su gestión política en lo que queda del período. Hoy pueden agradecer entonces que la contienda presidencial desplace el eje de tensiones en otra dirección. Pero es muy improbable que los partidos y sus candidatos terminen el día de mañana agradeciéndoles también esta insólita decisión. (La Tercera)

 Max Colodro

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