¿Qué velas sostendremos en esta despedida?

¿Qué velas sostendremos en esta despedida?

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¿Qué velas sostendremos en esta despedida? ¿Las del hipócrita que alabó a aquel al que infligió heridas inmerecidas? ¿Las de quien comprendió, frente a la palidez de la muerte, que era la última oportunidad de dar excusas?

En las exequias del expresidente Piñera hubo multitud de declaraciones, pero entre todas ellas destaca una hasta cierto punto enigmática: sus más feroces críticos, los mismos que se deslizaban con agilidad desde la crítica a la injuria, ahora presentaban sus respetos y custodiaban sus restos, y lo explicaban diciendo que quien había sido presidente por dos veces sin ninguna duda lo merecía.

La pregunta que entonces cabe plantear es ¿por qué alguien merece respeto al morir y, en cambio, el escarnio y el ultraje cuando está vivo? ¿Acaso no es el mismo sujeto, solo que la muerte acaba de completar el dibujo de su vida? Si uno es la vida vivida y el otro la vida concluida, pero la misma vida, a fin de cuentas, si el político burbujeante de ideas es el mismo cuerpo inerte que ahora se homenajea, ¿cómo explicar que se maltratara al primero y se declarara la necesidad de respetar al segundo? ¿Por qué lo que vale cuando el sujeto respira, ambiciona y compite, ya no vale cuando lo invade la palidez de la muerte?

La explicación fácil es, por supuesto, que ello se hace por respeto al dolor de los cercanos y los íntimos. De ser así, la gentileza del adversario sería el postrer regalo de la muerte, una triste y transitoria ofrenda empapada de lágrimas corteses. Si esta fuera la explicación, todos los discursos de despedida habrían sido una tregua, un simple paréntesis, un breve respiro, que conforme transcurran los días daría paso, de nuevo, a la crítica feroz y a la imputación desmedida. Y en ese caso, cuando se dice que la historia es la que tendrá la última palabra, lo que se querría decir es que comenzará, muy pronto, otra disputa agria, esta vez relativa a la configuración de la memoria del expresidente.

Pero hay una segunda alternativa, y la escogió el Presidente Gabriel Boric.

En su intervención en medio de las exequias, él reconoció que “las querellas y recriminaciones fueron en ocasiones más allá de lo justo y razonable”. Al decir eso, el Presidente Boric eludió la hipocresía que es tan frecuente en política, especialmente en los momentos más solemnes de la vida pública, y dio paso a la sinceridad. El mandatario miró para atrás, recordó seguramente cosas que él mismo o sus cercanos dijeron y alentaron o pensaron, y decidió confesar que Sebastián Piñera no las merecía, que se exageraron hasta más allá de lo razonable, que fueron más allá del límite que impone la democracia.

Es difícil imaginar un reconocimiento más elocuente del quehacer y la figura del expresidente Piñera que el que acaba de efectuar el Presidente Boric, puesto que ello equivale a decir que todas las cosas que alguna vez se pronunciaron, desde acusarlo de violaciones sistemáticas a los derechos humanos, de rozar con su conducta el genocidio durante la pandemia, de infringir reiteradamente la Constitución, hasta insinuar que padecía insania, no estaban justificadas en hechos o circunstancias verosímiles, sino en la simple inmadurez o la voluntad de herir de quienes las pronunciaban. No era la conducta del expresidente —esto es lo que ha reconocido implícitamente el Presidente Gabriel Boric— la que permitía explicar esas acusaciones, sino el ímpetu, por llamarlo así, de quienes las pronunciaban y de esa forma eran injustos e irrazonables, contrariando los deberes que impone la democracia. No es fácil recorrer con la memoria la historia política o la conducta de quienes en ella se desenvolvieron, y encontrar otro reconocimiento de esa índole.

Al efectuar ese reconocimiento explícito, el Presidente Gabriel Boric ha derogado las múltiples acusaciones e imputaciones desmedidas que se formularon al exmandatario y de paso, ha invitado a abandonar un cierto estilo de las fuerzas políticas que lo acompañan que, mal educadas en los mensajes breves e irreflexivos de las redes, prefieren la acusación fulgurante y exagerada a la formulación de ideas.

Por supuesto, el Presidente Boric seguirá en las antípodas de lo que pensaba el expresidente Piñera y mantendrá discrepancias con lo que él hizo o dijo, y todo ello alimentará el debate democrático y la crítica, incluso ácida; pero lo que las palabras del Presidente Gabriel Boric han derogado es el discurso ultrajante y la inquina del que sus propias fuerzas hicieron gala, no solo respecto de Sebastián Piñera, sino respecto de todo el período del que este último formaba parte y que contribuyó, sin duda, a construir.

Y al derogar esa actitud —todo hay que decirlo—, el Presidente Boric derogó también una parte de sí mismo. (El Mercurio)

Carlos Peña