¿Qué tan “iliberal” es José Antonio Kast?

¿Qué tan “iliberal” es José Antonio Kast?

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Intelectuales como Carlos Peña y José Joaquín Brunner han sugerido que José Antonio Kast encarna un pensamiento “iliberal”. Pero ¿qué significa exactamente iliberal, y qué tan pertinente es aplicar ese rótulo en este caso?

La expresión “democracia iliberal” comenzó a circular a fines de los años noventa para describir a ciertos regímenes de Europa del Este que se democratizaron tras el derrumbe de la Cortina de Hierro. Aunque adoptaron elecciones periódicas —el componente democrático—, fueron mucho menos consistentes en el desarrollo de un Estado de derecho robusto, con separación de poderes y contrapesos institucionales capaces de limitar eficazmente el poder de los gobiernos y de las mayorías circunstanciales que los sostienen —el componente iliberal. Algunos de esos líderes, como el primer ministro húngaro Viktor Orbán, han llegado incluso a reivindicar el término, autodefiniéndose con orgullo como “demócratas iliberales”.

Muchos académicos, de hecho, definen sintéticamente el populismo como una forma de democracia iliberal. Uno de los autores más influyentes en esta literatura, el politólogo holandés Cas Mudde, sostiene que el populismo surge como una reacción democrática frente a una democracia liberal que —especialmente desde los años noventa— se ha vuelto cada vez más liberal, pero menos democrática.

En este diagnóstico, se trata de un tipo de democracia más preocupada de constreñir que de habilitar la voluntad popular; una democracia que extrae decisiones relevantes del ámbito de la soberanía ciudadana para trasladarlas a órganos no electos, como comités de expertos, tribunales constitucionales o foros multilaterales. Desde esta perspectiva, el populismo no sería sino la revancha de la democracia contra el liberalismo.

¿Es Kast un riesgo en este sentido? Veamos la evidencia.

En términos generales, Kast exhibe una trayectoria democráticamente impecable. Es cierto que en ocasiones ha enviado señales confusas, como cuando en 2017 sembró dudas sobre la limpieza del proceso electoral. Esta vez fue uno de sus lugartenientes, el controvertido Cristián Valenzuela, quien volvió a ensayar el libreto de se quieren robar la elección.

Ese patrón no es casual. Una de las marcas recurrentes de los liderazgos iliberales a nivel global es su adhesión a las reglas del juego democrático solo mientras les resultan funcionales. Cuando aparece el riesgo de la derrota, la tentación de deslegitimar el proceso —de ensuciar la cancha— se vuelve fuerte. Así ocurrió con Trump y Bolsonaro. Kast no ha cruzado ese umbral. En 2021, tras perder frente a Boric, no dudó en respetar una arraigada tradición republicana chilena: tomar el teléfono y felicitar al ganador.

Otros sostienen que las declaraciones de Kast sobre la relativa irrelevancia del Congreso para impulsar ciertas tareas constituyen un síntoma inequívoco de un temperamento iliberal. Y, en abstracto, el punto no es trivial: los demócratas iliberales suelen acceder al poder por la vía electoral, pero una vez en el gobierno comienzan a ampliar las atribuciones del Ejecutivo en desmedro de instituciones autónomas o de control. Sin desmontar las formas democráticas, erosionan la capacidad de impugnación y terminan por desnivelar la cancha entre incumbentes y desafiantes. Algunos describen este fenómeno como “autoritarismo competitivo”, y sostienen que algo de eso puede verse hoy en Estados Unidos.

Con todo, Kast no afirmó que gobernaría a punta de decretos, ignorando al Congreso. Más bien sugirió que existe un conjunto de tareas menores —aunque relevantes— que podrían abordarse mediante voluntad política y el uso legítimo de potestades reglamentarias. ¿Es razonable, entonces, imaginarlo amenazando la independencia del Poder Judicial, interviniendo el Banco Central o desoyendo a la Contraloría?

Quizás Kast sea “iliberal” en otro sentido, más profundo y menos procedimental. El liberalismo político —para bien o para mal— descansa en la idea de la neutralidad ética y metafísica del Estado. Esto es, en la convicción de que el gobierno no está llamado a determinar cuál es la forma de vida correcta para todos los ciudadanos en el marco de una sociedad pluralista. El entorno intelectual de Kast no parece compartir ese supuesto. Por el contrario, sostiene que ha llegado el momento de volver a hablar abiertamente de Dios y de reimpregnar la vida pública de valores cristianos. No se trata de una postura disimulada: no creen que la neutralidad liberal sea posible ni deseable, ni ven un problema normativo en que el aparato del Estado promueva una concepción sustantiva de la vida buena.

En ese mismo registro, el liberalismo político —de Rawls a Habermas— se ha caracterizado por la búsqueda de mínimos comunes y consensos traslapados entre ciudadanos que discrepan profundamente sobre cuestiones últimas. La trayectoria de Kast y del Partido Republicano sugiere, en cambio, un patrón distinto: una política definida más por la oposición que por la deliberación. Acordar es claudicar; transigir, una forma de cobardía. No es casual que, cuando lideraron el Consejo Constitucional, hayan sido más eficaces destruyendo puentes que construyéndolos. Kast suele decir que su inspirador es Jaime Guzmán, pero incluso Guzmán parecía entender mejor el valor estratégico y político de la flexibilidad.

El “iliberalismo” de Kast, finalmente, podría residir en su insistencia en exasperar los mecanismos legales destinados a asegurar el orden público. Kast ha subrayado que su apelación a un “gobierno de emergencia” apunta a otorgar prioridad absoluta a la seguridad y a la economía en la agenda pública. Sin embargo, algunos temen que esa lógica derive en un estado de excepción permanente, de aquellos que permiten al jefe de gobierno concentrar poderes extraordinarios y restringir discrecionalmente libertades personales. Nada de esto resultaría sorprendente en La Araucanía o en el norte para controlar la inmigración clandestina. La pregunta inquietante es si esa excepcionalidad se extendería también al resto del país, en el nombre de poner orden de una vez por todas.

Ser un demócrata liberal no equivale a ser liberal en un sentido filosófico o sustantivo. Socialistas y conservadores —y, por cierto, también liberales— pueden discrepar profundamente sobre fines últimos y, aun así, jugar dentro de las reglas de la democracia liberal. Que Kast sea conservador no lo convierte, por sí solo, en un iliberal. Tampoco lo hace iliberal promover políticas que el mundo progresista considera regresivas. Lo sería, en cambio, si comenzara a desarmar las vigas centrales de la democracia liberal: erosionar las instituciones encargadas de contrapesar el poder, debilitar los controles y afectar la competitividad de la elección siguiente.

Boric ha sido, sin duda, un demócrata liberal. Su mandato admite críticas severas, pero no razonables dudas sobre su apego a las reglas del juego. La pregunta respecto de Boric nunca ha sido si entregará la banda presidencial en 2026, sino a quién se la entregará tras elecciones libres y competitivas. Mientras esa misma pregunta pueda formularse sin sobresalto respecto de Kast, seguimos todavía dentro del terreno de la democracia liberal.(Ex Ante)

Cristóbal Bellolio