No es fácil operar en el mundo actual. Además de tener que toparnos con cada vez más gente (de por sí, promiscuo), se insiste en una cercanía tanto más próxima e incómoda, mandando al diablo ciertos recatos (los japoneses, al parecer, funcionan al revés). Se espera, cuando no exige, por ejemplo, ser transparentes, más honestos incluso que lo normal, debiendo convertirnos todos en “mujer del César”. Lo que es el exhibicionismo no admite límites; de hecho, nos enteramos hasta qué comen quienes “comparten” su intimidad por redes sociales (no lo único que se nos hace saber): desnudos públicos apuntando a hostigar el poco decoro que sigue habiendo en estas materias.
En el plano de las ideas las faltas de pudor tampoco impresionan. Como se cree que todo es “opinión”, no se supone que haya que saber nada para poder participar y deliberar. Todo vale, los expertos nomás sobran. Según Fernando Savater, esto se debe a un exceso de sentimentalismo en la esfera pública (“expresión de emociones sin el contrapeso del juicio crítico”); tan así que a base de chantajes demagógicos se cambia todos los días la agenda cívica. Trump, nadie más descarado desde luego, es elegido por lo mismo.
De hecho, antes nos quejábamos de la ostentación pornográfica de riqueza; hoy, en cambio, no importa hacer galas de víctima (“miren que miserable soy, apiádese y avergüéncese usted de mí, téngame por su mala conciencia”). Las expectativas de cambio, a su vez, suelen ser igualmente impúdicas. Todavía en 1969 los personajes de una obra teatral, “Nos tomamos la Universidad” (Sergio Vodanovic), aspiraban a colgar y quemar en efigie a un monigote: “el Rector”; hoy, unas jóvenes que deberían estar afinando su formación se toman una facultad y pretenden con ello “abolir el patriarcado”.
José Luis Pardo (Estudios del malestar, 2016) atribuye este giro al fin del consenso logrado después de la Segunda Guerra Mundial. Como el mundo se ha tornado rutinario y chato se ha querido volver a la guerra de nuevo, a un mundo de “amigos y enemigos”, para de esa manera sentirnos más auténticos, desinhibidos y vivos. Ello gracias a pensadores como Carl Schmitt, alguna vez nazi, hoy inspiración del fascismo de izquierdas. Es que en los vagones de transporte subterráneo a las horas de punta, más que sardinas, somos ratas caníbales en potencia y tenemos que hacernos de una teoría adecuada a nuestras actuales circunstancias.
Lo cual es curioso. Si todos nos adscribimos a un pensamiento “políticamente correcto” para de ese modo sobrevivir en esta jungla a empujones (“el mundo cambió”), no estamos diciendo la verdad que de veras creemos y sostenemos en privado. La nuestra es tan solo una falsedad compartida a la que engañamos con disimulo forzado. En fin, ¡qué tiempos esos en que se gozaba de faltas de pudor, pero estrictamente en privado! (La Tercera)
Alfredo Joselyn-Holt


