Próxima estación: política latinoamericana, democracias populistas

Próxima estación: política latinoamericana, democracias populistas

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Numerosas señales indican que la débil institucionalidad de los países latinoamericanos está facilitando la implantación de un nuevo modelo, que pudiésemos denominar democracia populista. Avanza fuerte en cada país. En cada uno con sus matices y sus particularismos, pero con el denominador común de alejarse lo máximo posible del ideal liberal. Por ahora ignoramos si en términos generales ya pasó o no ese momento, llamado umbral crítico, desde donde no hay retorno.

Las fuentes de las que se nutre esta democracia populista latinoamericana son varias. Algunas están influidas por las tracciones woke tomadas del primer mundo. Otras, por las viejas prácticas caudillistas y esos eternos coqueteos con el autoritarismo. También se nutre de los nocivos residuos de ideologías colectivistas, así como, desde luego, de una u otra tentación totalitaria. El cocktail es claramente explosivo. Una verdadera nebulosa y un desafío mayúsculo a quienes quisieran reforzar los pocos trazos liberales resilientes.

Hasta ahora, las primeras configuraciones de las democracias populistas indican varios peligros. Diferentes, por cierto, a los que se divisan en otras partes del mundo. En América Latina, por ejemplo, no se observa esa disolución de las antiguas certezas, como ocurre en Europa con sus Brexit, auges de nacionalismos diversos, cuestionamientos a proyectos identitarios nuevos (como el homo europaeus) o esa resistencia a posturas comunes en materias de seguridad y migraciones. Cuestiones que en esta parte del mundo ni siquiera forman parte de la agenda de discusión.

La mayor peligrosidad proviene de la debilidad institucional de los países latinoamericanos; una realidad que abre compuertas a toda clase de experimentos. Desata la imaginación anti-liberal. Tanto para ejercer el poder, como para actuar desde la oposición. Mucho de esto ya se ha estado viendo en los últimos años.

La debilidad institucional significa que, casi por naturaleza, los países de la región no disponen de cortafuegos efectivos. Tampoco los podrán crear, pues no hay masa crítica suficiente, pese a los evidentes daños nocivos para la sociedad entera.

Escarbando en los detalles de lo que se avecina, resaltan varias cuestiones de interés.

Uno: las visiones benevolentes respecto a las fuentes que alimentan las democracias populistas. Abundan las opiniones generosas, tanto en los credos seculares como en quienes apuestan en favor de una resiliencia infinita de la democracia. Los primeros privilegian el optimismo cívico y estiman que las coyunturas beligerantes, así como los arrebatos estatizantes, serían sólo esporádicos. Finalmente, todos respetarían el juego democrático y los espacios del mercado. En tanto, los segundos creen que las democracias tienen un seguro de vida por el sólo hecho de existir. Como resultado, no hay masa crítica para construir una fossa regia protectora.

Además, la incubación de las democracias populistas latinoamericanas se ha ido produciendo en torno a las argucias como principal método de acción política. Sea que estén en el poder o en la oposición, los populistas reviven aquel dicho inolvidable -“darle tormentos a la Constitución”- usado por Gonzalo Santos, uno de los más ocurrentes caudillos mexicanos, para dar rienda suelta a las argucias.

Dos: el fuerte nexo con las viejas prácticas caudillistas y el autoritarismo. Aunque esto tiene raíces decimonónicas, se han ido abriendo paso líderes cesaristas que disgregan las vulnerables estructuras del estado de derecho y trituran la seguridad jurídica liberal. Todas las experiencias vigentes y recientes (los Evo, los Ortega, los Díaz-Canel, los Castillo y tantos otros) tienen tales fisonomías.

La praxis populista muestra también el respeto reverencial unánime por Fidel Castro, a quien consideran una suerte de Prometeo latinoamericano, repartiendo el fuego revolucionario a lo largo y ancho del continente. Por eso, se sostiene que los líderes emergentes están convirtiendo a la región en una especie de parque temático.

Tres: utilización de la demagogia como argamasa. Los líderes populistas latinoamericanos dan respuestas sentimentales a cuanta incertidumbre se presente. Los culpables son siempre los bloqueos imperialistas, las demandas incumplidas de los pueblos ancestrales, la falta de inclusividad, el Consenso de Washington y últimamente hasta el afán de lucro. Uno de los grandes objetivos de la demagogia es despertar emocionalidades fuertes.

Por todo esto, las democracias populistas representan un ejercicio democrático alejado de aquel de convivencia, de tolerancia, de pluralismo y de alternancia en el poder. Su gran relato se basa en explotar un “nosotros” alrededor de un líder carismático.

Cuatro: el carácter pixelado de la democracia populista. Este es un modelo donde ningún líder se parece a otro, pero todos forman parte de un cuadro mayor. Ninguna experiencia es idéntica a otra ni replicable mecánicamente. Pese a ello, se admiran abierta o soterradamente.

Cinco: el peso abrasivo de los residuos ideológicos. Este es un modelo, donde todos adhieren a la idea de una arcadia colectivista; esa abstracción que hace palpitar corazones. La mayoría de sus líderes asegura haber leído “algo” de Marx o Lenin. Manifiestan haber disfrutado la película Diarios de motocicleta, así como otros documentales sobre la vida de Ernesto Guevara. Son devaneos ideológicos al borde del abismo, pues impactan severamente en la vida democrática y en los espacios donde opera el mercado. En sus desembozados esfuerzos por debilitarlos hay un dejo de terraplanismo. Es decir, ir contra las evidencias.

Como se ve, no es un panorama halagüeño para las perspectivas liberales. A la memoria se viene el largo período entre 1950 y 1990, cuando las democracias occidentales observaban atónitas a un bloque soviético apabullante, subsumiendo naciones, etnias, pueblos enteros, religiones y creencias de todo tipo. El bloque comunista era la expresión vívida de cómo el materialismo dialéctico servía para explicar, analizar y transformar cualquier sociedad. Con fuerza gravitacional parecida, hoy, lo subyugante en América Latina es el “nosotros”.

Sobre estas materias ha aparecido una novela extraordinariamente instructiva, de muy reciente traducción al castellano, y que entrega interesantes luces respecto a una de las experiencias más desconocidas de la antigua galaxia totalitaria. La Albania de Enver Hoxha. Se trata de Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia, escrita por la politóloga albanesa Lea Ypi, hoy profesora de Teoría Política de la London School of Economics. Una verdadera joya literaria.

Ypi no escribió una novela en el sentido estricto. Tampoco un análisis histórico. Se limitó a memorias personales y familiares, para describir -de manera lúcida- cómo se implantó casi de forma imperceptible una de las dictaduras comunistas más herméticas y troglodíticas que se hayan conocido. Enemistada con todos; con Occidente, con la URSS, con China, con Yugoslavia. Cabe preguntarse cómo fue posible un régimen de estas características en Europa. A sólo 800 kms de Viena, a 700 kms de Roma y a 500 kms de Zagreb.

El magistral texto confirma que, a veces, una rama puede ser distinta a la otra, pero el tronco sigue siendo el mismo. (El Líbero)

Iván Witker